22.10.16

dibujo


En diciembre de 1954 Philip Johnson dio una plática informal en Harvard que luego se publicó con el título Las siete muletas de la arquitectura moderna. Johnson empieza con un comentario más que incorrecto a la luz de las ideas sobre el arte en la modernidad: el arte no tiene nada que ver con la búsqueda intelectual y a renglón seguido remata diciendo que no se puede aprender arquitectura. La puntilla, si hiciera falta, viene ya en la tercera frase del texto: no hay que hablar de arte, hay que hacerlo. Por supuesto muchos otros además de Johnson han insistido en que el discurso alrededor del arte no es el arte, lo cual no implica necesariamente que en vez de hablar de arte se deba hacer arte y callar —en arte, dijo Wittgenstein, lo más difícil es decir algo que sea tan bueno como quedarse callado. Pero he ahí, explica Johnson, que no hay otro modo de comunicarse que las palabras. Viene entonces la crítica a esas muletas, esas ideas recibidas y repetidas casi sin pensar, sobre la arquitectura: la historia, la utilidad, la comodidad, lo barato —Johnson usa la palabra cheapness y no habla de economía—, el servicio al cliente y la estructura son seis de las siete muletas. Falta una: la muleta del dibujo bonito: “una muleta maravillosa, dice, porque puedes tener la ilusión de crear arquitectura cuando sólo estás haciendo un dibujo bonito.” 

Es interesante pensar que Johnson relega al dibujo, en relación a la arquitectura, al mismo rincón al que había enviado a la palabra en relación al arte: así como la palabra no alcanza a tocar el núcleo significativo del arte —hagamos, no hablemos—, el dibujo, para Johnson, no es el centro operativo de la arquitectura. Ambos tienen una condición suplementaria. Pero habría que preguntarse, por supuesto, de qué tipo dibujo habla Johnson. En un texto titulado Dibujos en papel, John Berger dice que hay tres maneras distintas como funcionan los dibujos. Primero, hay dibujos que estudian y cuestionan lo visible, otros muestran y comunican ideas y, finalmente, hay aquellos que se hacen de memoria. Se puede pensar que esas tres maneras corresponden a tres temporalidades del dibujo: el que apunta lo que hay, el que delinea lo que puede ser y el que registra lo que fue. En otro texto Berger confirma esa triple condición al decir que “un dibujo es un documento autobiográfico que da cuenta del descubrimiento de un suceso, ya sea visto, recordado o imaginado,” y también escribe:
En algunos grandes dibujos, parece que todo existe en el espacio, la complejidad de todo vibra, pero aquello que estamos contemplando es sólo un proyecto trazado en papel. La realidad y el proyecto se hacen inseparables. Uno se encuentra a sí mismo en el umbral, justo antes de la creación del mundo. Estos dibujos, al utilizar el futuro, prevén para siempre.


Hablando de aquellos retos con los que la idea de la arquitectura se ha enfrentado desde que se pregona el fin de la modernidad, Peter Coook —que nació el 22 de octubre de 1936, estudió en la Architectural Association y fue uno de los miembros de Archigram: esa revista de dibujos que también era una serie de proyectos arquitectónicos— planteaba que había dos opciones: retirarse a la calma de lo conocido o “podemos hacer un dibujo.” A diferencia de Johnson, Cook —como Berger para el dibujo en general— no ve en el dibujo arquitectónico un peligroso suplemento, una muleta que ayuda pero también estorba al desarrollo de la arquitectura, que está, evidentemente, más allá del dibujo sobre el papel: el dibujo sobre el suelo al trazar la promesa de un edificio por venir o el apunte que quiere revelar la operación íntima de un edificio ya existente —de nuevo, el dibujo como descripción de la realidad, invención de otras posibilidades y registro de sus efectos— es algo, mucho más que una simple muleta de la arquitectura.

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