30.9.16

el archipiélago verde


Nadie puede imaginarse la excitación al descubrir, en Berlín en el verano de 1971 —diez años después de la construcción del Muro— la obra de Oswald Mathias Ungers. En una librería, me encontré tal vez 15 o 20 cuadernos —publicaciones muy modestas en blanco y negro que se editaban como parte de su seminario en la Universidad Técnica de Berlín. Lo que Ungers había hecho era tomar la ciudad —un enclave, rodeado por el Muro, dentro de Alemania Oriental— y declararla el único, obsesivo tema de estudio por años para sus estudiantes: un grado de inspirada estrechez inimaginable hoy.

Eso lo escribió Rem Koolhaas en el 2006. Koolhaas entró a estudiar arquitectura en la Architectural Association en 1968 y en 1972 se cambió a la Cornell, donde Ungers fue su maestro. Ungers nació el 12 de julio de 1926 en Kaisersesch, Alemania. Estudió arquitectura en la Universidad de Karlsruhe y en 1950 abrió su oficina, primero en Colonia y luego en Belín y Frankfurt. Fue decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Técnica de Berlín entre 1965 y 1967, y de 1969 a 1975 estuvo a cargo del Departamento de Arquitectura de la Universidad de Cornell. En su texto Koolhaas dice que cuando llegó a Cornell en 1972 se encontró con Collin Rowe y Ungers: “con el primero —dice—, escuchaba un excitante monólogo, con el segundo, estuve involucrado desde el principio en un excitante diálogo que volvía a iniciarse cada vez que nos veíamos como si no hubiera habido una interrupción real.” Koolhaas trabajó después para Ungers y a finales de los años setenta lo reencontró en Berlín. “Participe en un seminario casi retroactivo —la palabra no es accidental viniendo del autor de Delirious New York— de nuevo sobre Berlín, que parecía «deshacer» sus antiguas especulaciones. Tras la construcción utópica la pregunta ahora se había vuelto cómo «borrar» Berlín.” En su libro The Possibility of an Absolute Architecture, Pier Vittorio Aureli escribe:
En 1977 un grupo de arquitectos lanzó un proyecto de rescate llamado Berlín como un Archipiélago Verde. Liderado por Oswald Mathias Ungers, el grupo incluía a Rem Koolhaas, Peter Riemann, Hans Kollhoff y Arthur Ovaska. Para estos arquitectos, los problemas de Berlín Occidental daban oportunidad a generar un potente modelo de «ciudades dentro de las ciudades» o, en los términos de Ungers, una «ciudad hecha de islas.»
El primer borrador para el manifiesto retroactivo para Berlín son seis páginas manuscritas por Rem Koolhaas entre junio y julio de 1977 y revisado por Ungers. “Cualquier «plan» futuro para Berlín tiene que ser un plan de recorte. Pero, dado que la superficie total de la ciudad es finita y dada y no puede, por razones políticas obvias, reducirse, resulta que la ciudad deberá desarrollar estrategias para el decrecimiento controlado de su densidad para no perder su urbanidad total.” Koolhaas y Ungers veían en el encogimiento de la presión urbana, debida al nulo crecimiento poblacional en la ciudad en ese momento, una oportunidad para eliminar las zonas que, “por razones arquitectónicas o de otro tipo,” estaban “por debajo del estándar” y, al mismo tiempo, “intensificar y completar los fragmentos que serían preservados.” Procurando el menor “gasto arquitectónico” para lograr el máximo beneficio social, abrían la posibilidad de una ciudad collage en un sentido diferente al de Rowe y muy cercano a La Ciudad del Globo Cautivo, que Koolhaas había realizado en 1972: “construyendo proyectos que alguna vez fueron propuestos para otras partes del mundo pero que, por alguna razón, fueron abortados.” También planteaban una relación distinta entre lo natural y la metrópoli, a partir de “sistemas naturales fundamentalmente diseñados, es decir: sintéticos, que sirvan para intensificar en vez de disminuir la sensación metropolitana.” Para Aureli ese método planteó un proceso no determinista para definir las partes de la ciudad en el que la forma de la misma “no es una imagen particular sino la posibilidad de momentos de formación dentro de la ciudad en base a ejemplos arquitectónicos” donde la arquitectura no es sólo “un objeto físico sino lo que sobrevive a la idea de ciudad.” 

Oswald Mathias Ungers murió el 30 de septiembre del 2007 en Colonia, Alemania.

29.9.16

ronchamp


Ronchamp es un pequeño poblado al este de Francia que hoy apenas llega a los tres mil habitantes. Su nombre parece venir del campamento romano establecido ahí tras la Guerra de las Galias: romanorum campus, Ronchamp. Al noroeste de Ronchamp está la colina de Bourlémont, de 497 metros de altura —poco más de 140 metros más arriba que el centro del pueblo. Se dice que en la colina había ya un templo pagano sobre el que se edificó, en el siglo IV, otro dedicado a la Virgen. En la segunda mitad del siglo XII ya se menciona una capilla como lugar de peregrinaje. El 8 de septiembre de 1857, día en que se celebra el nacimiento de la Virgen, se inauguró una nueva capilla y el mismo día dieciséis años después, 30 mil peregrinos llegaron a la cima. Durante la Segunda Guerra, la colina sirvió de punto de vigilancia para los nazis. El 29 de septiembre de 1944, inició la batalla para recuperar la posición de manos de los alemanes, que usaron la capilla para resguardarse. La batalla fue larga y dura. Para la noche del 30 de septiembre se habían disparado más de cuarenta mil cartuchos de metralleta, tres mil obuses de mortero y mil ochocientos obuses de 75 milímetros. Los alemanes perdieron la posición y la capilla quedó destruida.

Los habitantes de Ronchamp tuvieron la idea de reconstruir la capilla casi desde el final de la guerra. Desde 1937 el dominico Mariel-Alain Couturier había insistido en las páginas de la revista L’Art Sacré en la necesidad de modernizar el arte católico, apegado aun a cierto academicismo. Había apoyado que en los años cincuenta artistas como Matisse, Chagall, que era judío, o Léger, que era ateo, realizaran arte sacro. Cuando se  empezó a pensar quién podría reconstruir la capilla de Ronchamp, fue del sacerdote Lucien Ledeur, secretario de la Comisión de arte sacro de la región de Besançon quien, según Daniele Pauly, al consultarle dijo “hoy, en Francia, no veo más que uno: Le Corbusier.” Ledeur y François Mathey, entonces inspector de monumentos históricos, partieron en un peregrinaje a la rue de Seres, en París. Tras el primer acercamiento el arquitecto rechazó el encargo: no me interesa trabajar para una institución muerta, respondió según lo que le contó Ledeur a Pauly. Ledeur insistió y le ofreció absoluta libertad de creación. 


Le Corbusier accedió a visitar el sitio. El 4 de junio de 1950 lo conoció. No quiso subir la colina ne auto, sino a pie, como lo hacían los peregrinos. “La capilla tendrá que ser acogedora, ¡porque uno se fatiga!” —le dijo a Ledeur. Además de que el paisaje lo conquistó, dice Pauly, que hubo otra razón que llevó a Le Corbusier a aceptar el encargo: pensó que eso le agradaría a su madre, mujer creyente. En unos croquis fechados el 9 de junio de 1950, apenas cinco días después de la primera visita al sitio, el proyecto parece ya definido. En su biografía de Le Corbusier, Nicholas Fox Weber dice que “cuando la idea de esa capilla en la cima de la colina dio el salto milagroso del cerebro de Le Corbusier a un dibujo rápido de tinta, se trató de un acto de pura creación.” El propio Le Corbusier escribió: “tres tiempos en esta aventura: integrarse al sitio; nacimiento espontáneo (tras la incubación) de la totalidad de la obra, de una vez, de golpe; lenta ejecución de los dibujos, del diseño, de los planos y de la construcción.” La capilla se empezó a construir a principios de septiembre de 1953 y se abrió al público el 25 de junio de 1955. Fox Weber dice que durante la inauguración y de manera inusual a lo acostumbrado, Le Corbusier fue parco en su discurso y de actitud humilde ante los elogios, pero el 27 de junio le envió una carta a su madre: “Querida mamita: Todo fueron vítores y belleza, esplendor espiritual. Tu Le Corbusier fue honrado al más alto grado. Considerado. Amado. Respetado.” Después de la inauguración, Le Corbusier no volvió a Ronchamp más que una vez, entre el 6 y el 7 de octubre de 1959, para celebrar sus 72 años.

28.9.16

josiah conder


El 28 de septiembre de 1852, Josiah y Eliza Conder tuvieron un hijo que recibió el mismo nombre que su padre. Josiah Jr. estudió primero en la Escuela de Arte de South Kengsington y se recibió como arquitecto en la Universidad de Londres. Por dos años trabajó para William Burges, arquitecto y diseñador de la era victoriana que, según dice Olive Checkland, “llevó el neogótico al borde de la excentricidad.” El 13 de marzo de 1876 ganó la medalla Soane del Royal Institute of British Architects y, antes de cumplir los 25 años, fue contratado por el gobierno japonés como maestro de arquitectura en el Colegio Imperial de Ingeniería, fundado en 1873. El 28 de enero de 1877, Conder desembarcó en Yokohama con la encomienda de modernizar la arquitectura japonesa. Checkland dice que es probable que antes hubiera tenido la posición como maestro de arquitectura el francés Charles Alfred Chastel de Boinville y Alice Tseng dice que aun es un misterio el por qué el Ministerio de Obras invitó a un arquitecto tan joven y sin ninguna obra construida a asumir esa responsabilidad, pero a Conder se le reconoce como el fundador de la enseñanza moderna de la arquitectura en Japón. Aunque admiraba la arquitectura y el arte del Japón, en parte por la influencia de Burges, sus clases prácticas y teóricas se centraban en el conocimiento de la tradición arquitectónica occidental y les pedía a sus alumnos dominar el estilo gótico tanto como el neoclásico, si bien recomendaba a sus alumnos conocer la tradición constructiva de su país.

Desde el Japón, Conder envió varios ensayos y artículos sobre la arquitectura de ese país para que se publicaran en Inglaterra. Checkland sugiere que pretendía no perder la relación con su país ante la incertidumbre de encontrar trabajo regular en Japón. Pero Conder fue un arquitecto exitoso en Japón. En 1879 construyó su primer edificio en ese país, una escuela para ciegos y ese mismo año un edificio en la Universidad de Tokyo. En 1881 completó el Museo Imperial en el Parque Ueno, inicialmente parte de los edificios de la Segunda Exhibición Industrial Nacional en Tokio. Ese mismo año recibió el encargo de diseñar el Rokumeikan, una casa de huéspedes y club propiedad del estado.  Toshio Watanabe dice que el Rokumeikan, construido en un terreno adyacente a aquel donde se construiría después del Hotel Imperial e inaugurado el 28 de noviembre de 1883, más que un edificio era el símbolo de un modo de vida: “para la gente del periodo Meiji, la occidentalización afectaba todo, desde el espacio para vivir, la comida, el transporte, la ropa y el entretenimiento hasta la posición de las mujeres en la sociedad.” Conder también diseño el primer edificio de oficinas moderno en Japón: un edificio de ladrillo de tres niveles para Mitsubishi, al que siguieron otros que terminaron formando un conjunto conocido como la manzana de Londres.

Además de su trabajo como maestro y arquitecto, Conder era un apasionado de la jardinería y el arte del Japón en general, y logró, tras varios intentos, que el reconocido pintor Kawanabe Kyōsai lo admitiera como su alumno.


Conder regresó a Inglaterra en tres ocasiones, en 1885, 1890 y 1901. Pero siguió viviendo en Japón hasta que murió el 21 de junio de 1920 en Tokio. 

26.9.16

lo que hace un árbol


Uno de los pabellones que más llamó la atención en la Exposición Universal de Sevilla de 1992 fue el de Hungría. Por fuera parecía el casco de un barco puesto boca abajo, recubierto de pizarra, del que salían siete torres de distinta altura, la frontal ornamentada con una máscara en forma de alas más que una torre de vigilancia pareciera una torre que vigila, ella misma. Al interior se revelaba la estructura de madera que reforzaba la idea de un casco de barco invertido. Un muro blanco que atravesaba la nave diagonalmente, dividía el espacio en dos. De un lado, un árbol seco salía desde un piso flotante de vidrio que permitía ver las raíces. El pabellón entero parecía salido de un tiempo y de un lugar imprecisos. Originalmente se había hecho un concurso en Hungría para elegir al arquitecto del pabellón. Itzván Janáky lo ganó, pero el gobierno decidió cancelar su contrato y tras pensar en otros arquitectos, incluyendo algún extranjero, se le encargó el proyecto a Imre Makovecz.

Makovecz nació en Budapest el 20 de noviembre de 1935 y murió en la misma ciudad el 27 de septiembre del 2011. Su padre era carpintero y él estudio arquitectura en la Universidad Técnica de Budapest. Clasificaba su arquitectura como orgánica o viviente y decía que no requería de explicaciones intelectuales pues sus formas resultaban evidentes. Se colocaba en un grupo heterogéneo de arquitectos que incluían a Rudolf Steiner y a Frank Lloyd Wright, a Eero Saarinen y a Hans Scharoun, a Steen Eiler Rasmussen y a Paolo Portoghesi. Estudió a Ruskin y a Morris, de quien tomaba la idea de que la industrialización había empobrecido a la gente, usándola al mismo tiempo para criticar al régimen comunista de su país y al materialismo capitalista. Jonathan Glancey, quien fue el primero en prestarle atención al trabajo de Makovecz en Europa Occidental, dice que siendo estudiante diseñó un restaurante donde servirían pescado “con las calidades formales y táctiles de un pez, treinta años antes de que lo hiciera Gehry.” Si a éste la osadía le fue aplaudida, el estilo de Makovecz no fue bien recibido por el régimen húngaro controlado por la ideología soviética. En 1975 construyó una capilla funeraria en las afueras de Budapest, que Glancey califica como extraordinaria, pero un año después fue vetado por el régimen y dejó Budapest para trabajar en el campo. Volvió a Budapest en 1980, tras la caída del bloque soviético, y se convirtió, según Glancey, en una especie de héroe nacional. El reconocimiento internacional lo sorprendía. Sin hablar otra lengua que el húngaro, Glancey dice que dictaba conferencias memorables sin decir una sola palabra: proyectando imágenes de su obra acompañadas de música de Arvo Pärt.


En un texto titulado El árbol y la iglesia, Makovecz escribió: “al practicar mi vocación el mundo consagrado de las plantas, especialmente los árboles, siempre ma han inspirado para dejar que su «palabra» se escuche dentro de mis muros.” Junto al lado espiritual y romántico de la afirmación, había también una lectura funcional: Makovecz admiraba la capacidad estructural de los árboles, flexible y dinámica. Lo más importante de los árboles, decía, “es que crecen simultáneamente hacia abajo y hacia arriba, hacia la luz y hacia la oscuridad” —por eso en el pabellón húngaro en Sevilla decidió exponer el lado oscuro del árbol y, al mismo tiempo, demostrar que revelar el misterio tenía sus riesgos: el árbol expuesto estaba muerto. Makovecz decía que la geometría que empleaba su arquitectura partía de “una continuidad entre espacio y tiempo” donde cualquier posición no era más que un momento en y de el espacio. Buscaba “una tectónica reinventada” y entendía que hablaba desde un lugar y un tiempo distintos y distantes. “Esta arquitectura —decía de la suya— plantea una pregunta: ¿cuándo se construyó?” 

25.9.16

walter benjamin


25 de septiembre de 1940, Lisa Fitkko dormía en una pequeña habitación en Port-Vendres cuando la despertaron los golpes a la puerta. Cuando abrió, afuera estaba Walter Benjamin. Disculpe el inconveniente, le dijo. Aunque ya se conocían, a lisa le sorprendió que en esos momentos Benjamin tuviera aun la amabilidad de disculparse. ¿Qué hora era inconveniente cuando el mundo entero se derrumbaba? El 14 de junio los nazis habían entrado a París. Entre muchos más, la Gestapo tenía órdenes de arrestar a Benjamin, pero él y su hermana habían dejado la ciudad un día antes. En 1939 había sido enviado a un campo de concentración en Francia, pero en noviembre fue liberado gracias a la ayuda de algunos amigos suyos. Regresó a parís en enero de 1940. El 11 de enero renovó su tarjeta de préstamos de la Biblioteca Nacional. Llevaba varios años visitándola y copiando, con letra minúscula y apretada, párrafos enteros de revistas, enciclopedias, libros de historia y guías de turistas. Desde finales de los años veinte había empezado ese proyecto: el Passgenwerk, la obra de los pasajes. “Sobre la avenida de los Campos Elíseos, entre hoteles modernos con nombres anglosajones, se abrió recientemente el más nuevo de los pasajes parisinos. Para la ceremonia inaugural, una monstruosa orquesta en uniforme tocaba frente a camas de flores y fuentes a borbotones.” Así empieza el texto que escribió en 1927 para algún periódico y que se convirtió en el inicio de esa obra interminable. Entre sus notas, Benjamin copió una descripción de una Guía ilustrada de parís, de 1852: “esos pasajes, una invención reciente del lujo industrial, son corredores con techos acrisoladas y pisos de mármol que atraviesan manzanas enteras de edificios, cuyos propietarios se han unido en dichas empresas. A ambos lados de estos corredores, iluminados desde arriba, se encuentran las más elegantes tiendas, de modo que el pasaje es una ciudad, un mundo en miniatura en el que los clientes pueden encontrarlo todo.” Al lado de “mundo en miniatura” Benjamin anotó: fläneur, ese personaje de Baudelaire que representa al hombre de la multitud.

Estudiar los pasajes parisinos se volvió para Benjamin parte de un esfuerzo para entender las transformaciones materiales que hicieron de París en el siglo XIX la capital de la modernidad. En los pasajes ya era evidente una relación complicada entre lo público y lo privado: se abrían a la calle, como prolongándola, pero tenían dueños y estaban dedicados al consumo: no sólo a la compra y venta de bienes y servicios sino a esa relación particular con el mundo que hace de todo una mercancía. Los pasajes eran interiores, pues estaban techados y tenían puertas para cerrarse de noche, pero eran exteriores a las tiendas que formaban las fachadas de esos corredores. “La ambigüedad de los pasajes es una ambigüedad del espacio,” escribió Benjamin en otro texto, de 1928. Para mediados de los años 30 ya era evidente para Benjamin y sus amigos que la obra de los pasajes había cobrado otras dimensiones, era casi una obsesión. En 1935, Benjamin escribe un resumen de su trabajo bajo el título París, la capital del siglo XIX. Ahí, a los pasajes ya se habían sumado los panoramas —espectaculares pinturas de 360 grados que presentaban, en el interior de edificios también iluminados desde arriba, vistas de paisajes o de escenas históricas, también efecto de la ambigüedad espacial: un exterior retratado en un interior—, las ferias mundiales, el interior —no como el espacio que se ocupa dentro de un edificio sino como la idea de que el mundo privado se vuelve un sustituto del público— y las calles. El proyecto parecía no tener fin. Bruno Tackels dice que El libro de los pasajes era un libro inacabable pero también una caja de herramientas, “una serie de notas que no son válidas por sí mismas sino que están destinadas a contribuir a una obra común, mucho más allá de la obra de Benjamin.” Esos apuntes, dice, no anuncian un libro sino que son el germen de todo lo que Benjamin escribió durante dos décadas.

Cuando Benjamin tocó a la puerta de Lisa Fittko, tras disculparse le dijo que lo habían enviado con ella para que le ayudara a cruzar la frontera a España. Benjamin debía llegar a Portugal para embarcarse a los Estados Unidos. Max Horkheimer le había conseguido ya una visa. Un día antes, el 24 de septiembre, Lisa, Benjamin y Henny Gurland y su hijo habían hecho un paseo para reconocer la ruta. El 25 no era un ensayo, debían cruzar la frontera pronto. Según contó Fittko, Benjamin llevaba consigo una pesada maleta negra, absolutamente inapropiada para una huida. Ella se ofreció ayudarle a cargarla en algún momento. El se negó. Dijo que ahí llevaba su nuevo manuscrito: “debe entender que esta maleta es lo más importante para mi. No me puedo arriesgar a perderla. Es el manuscrito lo que hay que salvar. Es más importante que yo.”

Tras caminar toda la noche, Fittko deja al grupo a las afueras de Portbou, ya en España, para regresar a Francia. Benjamin, Gurland y su hijo van a la estación de trenes, pero la guardia civil les niega la entrada y los arresta. Los regresarán al día siguiente a Francia. La mañana del 26 de septiembre de 1940 encontraron a Benjamin muerto en la cama de su celda. Se había tomado una sobredosis de morfina que llevaba con él, por si hiciera falta. En el inventario judicial se dice que dejó una maleta con algo de dinero, un reloj de oro, una pipa, un pasaporte emitido en Marsella por el Servicio Exterior de los Estados Unidos, seis fotografías para pasaporte, una radiografía, un par de anteojos, revistas, cartas y papeles. Nada de eso se conserva. Tackels dice que el manuscrito en el maletín, del que nadie supo nada hasta que Fittko contó la historia, debe haber sido sus tesis Sobre el concepto de historia, que había enviado por correo a Hannah Arendt poco antes pero del que no podía estar seguro que hubiera llegado a su destino. A todas las hipótesis y mitos que el maletín perdido ha desatado, Tackels propone una salida: “el maletín perdido sí existe y contiene todos los libros, numerosos, interminables, que Benjamin, muerto tan prematuramente, no tuvo tiempo de escribir. Pero no los entregará nunca. Son muchos. Y nos faltan. Terriblemente.”

el primer rascacielos


En 1931 inició la demolición del edificio de la Home Insurance Company, construido en Chicago en 1885 y que por cuatro años tuvo el título del más alto del mundo. Theodore Turak dice que cuando se demolió, tres comisiones analizaron la estructura para dirimir una vieja controversia: si el edificio más alto del mundo en 1885 habría sido el primer rascacielos no por sus diez pisos y 42 metros de altura iniciales —en 1890 se agregaron 2 más y llegó casi a los 55—, sino por sus sistema constructivo, en el que todos los pisos eran soportados por una estructura de marcos de acero, incluyendo los muros exteriores de piedra. Turak cuenta que dos comisiones, la de la Sociedad de Arquitectos y la Marshall Field Estate, estaban de acuerdo en el papel revolucionario del edificio, mientras que la comisión de la Western Society of Engineers juzgó en cambio que no cumplía con sus criterios para calificar como un auténtico rascacielos: una estructura autoportante; que los muros de mampostería fueran cargados por esa estructura; que la estructura y el muro envolvente bastaran para resistir la presión del viento; que la construcción de ese muro pudiera iniciarse en cualquier nivel y no necesariamente en el primero y que fuera de un espesor continuo en toda su altura. Para la comisión de ingenieros el Home Insurance Building no cumplía cabalmente con las últimas condiciones y lo consideraron un edificio de transición, no el primer rascacielos.

Turak explica que la controversia no era nueva: había surgido casi desde que el edificio se terminó y su diseñador, William Le Baron Jenney, presentó un ensayo titulado The Construction of a Heavy Fireproof Building on Compressible Soil en la convención del American Institute of Architects del primero de octubre de 1885. Jenney nació en Fairhaven, Massachusetts, el 25 de septiembre de 1832. Empezó sus estudios en ciencias en Harvard en 1853 y los continuó en la École Centrale des Arts et Manufactures en París, donde también estudiaba, un año arriba, Gustave Eiffel. Uno de sus maestros, Louis Charles Mary, había sido alumno de Durand. Jenner se graduó en 1856 y regresó a Estados Unidos en 1861. Se enroló en el Ejército de la Unión como ingeniero civil y en 1869 empezó a trabajar como arquitecto. En su oficina trabajaron varios jóvenes aprendices que luego destacarían, como Daniel Burnham y Louis Sullivan. Tras algunos intentos de estilo neogótico, Jenney fue acercándose a una arquitectura de estructuras claras, sencillas y poco ornamentadas. Turak dice que resultó de una “completa visualización del método del papel cuadriculado” que su Mary había aprendido de Durand. Cita también un texto de Jenney en el crítica al ornamento —que éste llama arte—, algo común por otro lado en aquél tiempo:
El arte en la arquitectura debe usarse con moderación, como cualquier otra cosa preciosa. Debemos admitir, sin embargo, que algunos arquitectos, en vez de usar el arte para acentuar la construcción, lo extienden por cualquier superficie, ocultándola. La ornamentación debe usarse con gran moderación y debe ser en cada caso apropiada. Esta es una buena regla: cuando no puedas diseñar un ornamento satisfactorio, deja la superficie desnuda: eso nunca será ofensivo.


El edificio de la Home Insurance Company fue resultado de un concurso. Jenney contaba que el requerimiento era un edificio que pudiera albergar el máximo número de oficinas pequeñas con suficiente iluminación, para lo que había que reducir el espesor de los pilares entre las ventanas que, por tanto, no podrían ser de mampostería y soportar la carga de los diez niveles. Propuso entonces usar para la estructura de acero, “como la de muchos puentes construidos por ingenieros.” La referencia a los ingenieros y sus puentes, hace más compleja la genealogía del rascacielos, en la que se suman las ideas de Durand respecto a la economía de medios y la claridad compositiva, a las ideas sobre la honestidad estructural y la función del ornamento de Ruskin a Violet-le-Duc o la construcción tipo balloon frame. Una historia en la que encontrar el primer rascacielos no es sencillo, pues se trata más  bien de una evolución discontinua y a veces accidentad, en la que sin duda el edificio de Jenney jugó un papel importante. Aunque no está de más reflexionar sobre otra afirmación de Turak: que muchos estudiosos tienden a considerar el soberbio diseño funcional de algunos edificios de Jenney como un subproducto de su ignorancia arquitectónica.

24.9.16

del mecenas al city manager


Gilles Lipovetsky —que nació el 24 de septiembre de 1944— dice que hoy “la arquitectura consagrada ha cedido el puesto a “estructuras asombrosas, a «extravagancias» arquitectónicas, a joyeros-seducción.” Lo vemos casi en cualquier revista de arquitectura, lo vemos también en la calle de cualquier ciudad y casi en cualquier calle. Pareciera que la arquitectura se ha puesto toda sus mejores galas: para lo que le alcance según su presupuesto, pero anda siempre como vestida de domingo. En una conversación entre Lipovetsky y Jean Nouvel aparecida en el suplemento Madame de Le Figaro en el 2013, cuando le preguntan al primero qué cosas simbolizan hoy lo bello responde:
A partir del siglo XIX, son cosas tan diferentes como el museo, el cine, la alta costura o los grandes almacenes y el diseño industrial las que lo encarnan. He intentado mostrar que hoy la hibridación entre el comercio, el mercado y el trabajo artístico se encuentra en todas las formas de producción del mundo. Hay una dimensión estético-emocional que se ha vuelto central en la competencia a la que se entregan las marcas.

Lipovetsky dibuja una historia de lo bello que va de los objetos rituales a los objetos de arte y de ahí a los objetos de producción y consumo masivo —historia que, de hecho, ya había planteado en los años veinte Walter Benjamin. Nouvel apunta que es la misma historia para la arquitectura: primero la tumba y la pirámide, luego el palacio y la catedral, al final la fábrica y el centro comercial. Es una historia de pérdida de la distancia o, también en los términos de Benjamin, del aura. Lo bello cada vez está más cerca. Si el objeto ritual era inaccesible más que para los iniciados y el objeto de culto se mantenía, aun en el templo laico del museo, tras la barrera del no tocar, el objeto de producción industrial hoy se nos ofrece como lo que se manipula, El objeto digital y no es sólo el que funciona a partir de un lenguaje binario sino el que responde al menor movimiento de nuestros dedos, directamente al tacto. La belleza y el lujo que muchas veces la acompañaba, se han vuelto, según LIpovetsky, accesibles a todos —o al menos hay variedades del lujo y la belleza al alcance de un mayor número de consumidores, término que ha desplazado definitivamente a cualquier otro que suponga el privilegio de la contemplación sobre el del uso.


En su libro La cultura-mundo, escrito junto con Jean Serroy, Lipovetsky dice que, destinada al consumo comercial. “la cultura de masas ddeb renovar su oferta sin cesar con productos que, sin salirse de las fórmulas establecidas, necesitan presentarse como singulares.” Productos “radicalmente efímeros, hechos para no durar.” El capitalismo artista, como le llama Lipovetsky, opera a partir de “la multiplicación infinita de objetos que desaparecen a gran velocidad.” Algo que, en principio, parecería contrario a las posibilidades de la arquitectura, que tarde en construirse lo que tardan en cambiar el color o las texturas de moda. La arquitectura, sugiere Lipovetsky en su conversación con Nouvel, aun apunta a lo sublime —esa categoría estética que pareciera indiferente a lo efímero y lo pasajero. Aunque también sugiere que el efecto estético-emocional de seducción que tiene la arquitectura ya es también cuestión de moda: más la imagen que la piedra misma —o el acero, el vidrio o el titanio, da igual. Marketing arquitectónico y urbano, como el Guggenheim de Bilbao, dice: “construcciones «publicitarias» para forjarse una imagen de marca, atraer a los turistas por lugares representativos inmediatamente reconocibles.” Edificios que los alcaldes piden como un CEO que imagina la nueva sede: por sus efectos de marca y de mercado. Ahí Nouvel entra al quite: “por eso es muy importante —dice— que exista un nuevo arte del encargo, como ocurrió durante siglos. Y les corresponde a los políticos tomar la iniciativa, como a los príncipes de otras épocas.” Aunque tal vez no haya nade menos hipermoderno y alejado de cierta idea de una democratización estética, que un arquitecto soñando la reinvención del príncipe-mecenas como antídoto del city manager. 

23.9.16

sin casa, sin nombre


El 23 de septiembre de 1920 Joseph Roth publicó un texto en el periódico berlinés Neue Berliner Zeitung titulado Con los sin hogar. El artículo empieza citando una declaración judicial que instruía al “Sr. [Sin Nombre]” a “encontrar él mismo un alojamiento alternativo en cinco días, a falta de lo cual y a pesar de los esfuerzos que hubiera realizado para hacerlo,” sería “castigado por convertirse a sí mismo en una persona sin hogar.”

Joseph Roth nació el 2 de septiembre de 1894 en Brody, hoy Ucrania, entonces Galitzia, parte del Imperio Austro-Húngaro, en una familia judía que hablaba alemán. A los 20 años fue a la Primera Guerra como parte de la prensa oficial de la armada imperial. En su libro Las ciudades blancas, que cuenta su viaje por el sur de Francia en los años treinta, exiliado tras la llegada de los nazis al poder, Roth escribió:
Un buen día me hice periodista, desesperado porque ninguna profesión era capaz de colmarme. No pertenecía a la generación de los que abren y cierran la pubertad escribiendo versos. Tampoco formaba parte de la ultimísima generación, esa que recurre al futbol, al esquí y al boxeo para alcanzar la madurez sexual. Sólo podía ir en una modesta bicicleta de piñón fijo y mi talento poético se limitaba a precisas anotaciones en un diario.
Y agrega: “siempre me ha faltado corazón: desde que soy capaz de pensar, pienso sin piedad.” Ilse Josepha Lazaroms dice que cuando Roth regresó del frente, en 1918, se encontró en Viena con escenas de gran pobreza y desorden. También dice que cuando Roth se mudó a Berlín en 1920 era una ciudad donde la modernidad era visible en el paisaje urbano, los nuevos medios de transporte y el crecimiento de la industria donde, al mismo tiempo, “heridos de guerra podían verse pidiendo limosna en las calles, como penoso recuerdo de una catástrofe que muchos querían olvidar.” Roth no. “El «buen observador» —había escrito— es el informador más triste: registra todo cuanto está sujeto a cambios con los ojos bien abiertos, pero rígidos”. Los sin casa y sin nombre le interesaban. Los sigue a un albergue, un edificio uniformado con el ladrillo rojo de otras instituciones: hospitales, prisiones, escuelas, edificios de correos. Describe el dormitorio: largo y relativamente estrecho; podrías correr adentro si no estorbaran las camas a cada lado como en una barraca, dice. Camas en las que se sientan y descansan los sin casa. Cientos por cuarto. Hombres y mujeres, de todas edades. Enfermos. Sucios. “Sus ropas no sobreviven la desinfección.” Habla con ellos. Con el teniente coronel, refugiado ruso, veterano de la guerra en China, de la guerra en Japón, de la Gran Guerra, que amontona libros y periódicos junto a su cama, que enseña su sombrero de oficial colgado en la pared con orgullo infantil, dice Roth. Por ahí pasan cientos sin nombre y sin casa cada noche. Muchos vuelven cada noche. Residentes sin hogar, dice Roth, para quienes “lo provisional o la contingencia se han convertido en su forma de vida y se encuentran ahí en casa, sin casa.” 

Tras la declaración judicial que encabeza su texto, Roth dice entender el motivo de las revueltas de los sin hogar de un par de días antes. Unos años después Le Corbusier escribirá Arquitectura o revolución, pensando que la arquitectura podría resolver un problema, la escasez de vivienda, que desencadenaría otro mayor, la revolución. Roth entiende que la ciudad también era un campo de batalla. En Las ciudades blancas escribe: 
Porque estamos en guerra, y lo sabemos; nosotros, expertos en campos de batalla, nos dimos cuenta enseguida de que regresábamos de un pequeño campo de batalla a uno grande.


Roth pensaba que la guerra no había terminado —hoy hay quien le da la razón: no hubo dos grandes guerras sino una que empezó en 14 y terminó en 45, con un par de décadas en medio donde la modernización y la pobreza convivieron. Aunque Roth no vivió para ver completo el segundo acto. Débil y alcohólico, dice Lazaroms, colapsó en el Café Le Tournon de París y murió unos días después, el 27 de mayo de 1939, en un hospital para pobres. La guerra, para algunos, nunca termina. Los sin casa y sin nombre.

22.9.16

calles y casas


La calle ha dejado de ser un espacio humano para convertirse en un tubo por el cual circulamos: nos alegra que el asfalto esté en perfectas condiciones, nos impacientan —como en la carretera las vacas— los transeúntes que pretenden cruzarla, anhelamos la sincronización de los semáforos, elogiamos la amplitud y las curvas bien trazadas. De manera gradual, sin darnos cuenta casi hemos renunciado a la calle. No es ya un lugar de convivencia o de encuentro; es, más bien, el precio que pagamos por llegar de una casa a otra.
Eso lo escribió Rossi. No Aldo, Alejandro Rossi. Nació en Florencia el 22 de septiembre de 1932 y de niño vivió un tiempo en Caracas —su madre era venezolana—, lo que le dio otra lengua y por tanto marcó su escritura. En su discurso de ingreso al Colegio Nacional, habló de esa casa en Caracas a la que llegó en 1943, en “esa hora crucial en que los niños están dispuestos a oír cualquier disparate con tal de no estar solos” y donde se vio “obligado a reorganizar su mundo, a estar muy atento, entre tanta novedad, a los cruces lingüísticos, a las entonaciones, a las palabras extrañas, a la oralidad a la vez familiar y ajena.” El lenguaje es nuestra casa, había escrito el filósofo. Después regresó a Europa, vivió en Roma y en Florencia y de vuelta a América: Buenos Aires, Los Ángeles y finalmente la ciudad de México, donde estudió en la Facultad de Filosofía y Letras. Tras graduarse, el viaje no paró: Friburgo y luego Oxford. Regresó a México donde, entre otras cosas, colaboró en las revistas Plural y luego Vuelta, dirigidas por Octavio Paz, en las que tuvo una sección que se llamó Manual del distraído. Ahí apareció el texto Calles y casas:
No soy un obrero, no soy un burócrata y tampoco soy un millonario. Sin embargo existo y si me gustaran las clasificaciones pías y vagamente hipócritas diría que soy un «trabajador intelectual.» Renuncio a ese consuelo y declaro la verdad: soy un profesor de filosofía. No habito, por consiguiente, en un barrio proletario, desconozco la falta de agua y de luz, no he padecido la ausencia de drenaje, no camino entre charcos y no estoy obligado a compartir mi dormitorio con otras seis personas.

Rossi sigue diciendo que tampoco tiene los lujos de la mansión del millonario: su vivienda es mediana, “por el tamaño, por sus estímulos estéticos y por sus comodidades.” Las casas medianas —las de la clase media, pues— no son sólo casas: son casas y calles, como el título del texto de Rossi, casas y ciudad. La vivienda del proletario es miserable no sólo en sí misma sino por el contexto en que se inserta: no sólo está condenado a un cuarto estrecho sino que ha sido despojado de su derecho a la ciudad. Al millonario la ciudad no le hace falta, o eso supone: la recorre, si hace falta, siempre protegido por un entorno que no cambia, como si viviera guardado en estuches: su casa, su coche, su avión, su yate. Los otros no son sólo los de abajo sino primordialmente los de afuera.

La casa de Rossi miraba a la calle, dijo, a través de vidrios que iban de piso a techo. No veían ni a un bosque ni a un lago y si los abría entraba “un viento terroso, el rumor de los motores y el monóxido de carbono.” Quizá el constructor del edificio —agrega— “soñaba una ciudad diferente.” Pero la ciudad en la que estaba el edificio donde Rossi vivía era la ciudad. No la ciudad de todos pues, ya vimos, al pobre la ciudad no le ha llegado y al rico no le interesa, pero la más real, la de calles y casas. “Las calles definen la ciudad,” dice Rossi y las clasifica: unas prolongan la casa, el espacio íntimo, son calles que “promueven la indiscreción” y “dificultan el anonimato e impiden la soledad;” otras son “como un territorio extranjero” donde se divide el mundo público del privado de manera tajante. Tal vez la mentalidad analítica de Rossi vio una separación precisa donde hay territorios más borrosos, donde lo público y lo privado se entretejen con lo común. Pero el asunto es claro: las ciudades se definen por sus calles, literal y metafóricamente. Ahí es cuando Rossi habla de calles que han sido “abandonadas por el peatón” y que se acercan “rápidamente a ese arquetipo que sólo acepta automóviles y altas velocidades:” las calles han dejado de ser un espacio humano —y en lo humano el filósofo piensa al animal político y al que habla y cuenta, al que camina y pasea y al que juega, el homo ludens. Hemos abandonado las calles y, dice, “nos parece la consecuencia de un proceso oscuro, vasto e incontrolable.” No es así, no hay misterio en ese abandono: “el misterio es el refugio de la indolencia.” Aun en este breve texto, de esos que escribía, dijo, para escapara a la teoría, el filósofo desmantela el misterio que no lo es: el mal poema implica un mal poeta y el mal cuadro un mal pintor, no así la ciudad mal hecha y maltratada:

Una ciudad deshecha remite, por el contrario, a múltiples autores: arquitectos avaros, funcionarios complacientes, especuladores, ciudadanos sumisos y fraccionados disfrazados de urbanistas. Personajes activos, termitas infatigables que trabajan, roen, desde hace años.

21.9.16

arquitectura, espacio y resistencia


En el 2006 Lebbeus Woods publicó un texto en la revista Perspecta titulado After Forms. “Amo encariñadamente las formas de las cosas —decía. Particularmente porque las formas hace visible la luz y la luz es una sustancia sublime.” La luz, dice Woods, sólo es visible reflejada en a superficie de las cosas y por eso, agrega, las formas le resultan menos importantes que la luz que revelan. Por eso escribió que aceptaba con el mismo interés la imagen de un edificio —en una fotografía o en un film— que su presencia. Cierto, no son lo mismo, pero cada una tiene sus virtudes e incluso “a veces la fotografía es mejor, no sólo en términos de las expectativas visuales tradicionales sino como una expresión de las ideas subyacentes.” Si la idea es imagen, en un sentido etimológico y profundo, cabe pensar que la fotografía sin duda es un mejor medio para transmitir ideas que una piedra o un muro. Ya lo dijo Schopenhauer: la materia como tal no puede representar una idea.

Arthur Schopenhauer no viene a cuento solamente porque se murió, 72 años después de haber nacido el 22 de febrero de 1788, el 21 de septiembre de 1860 en Fráncfort, sino porque el mismo Woods lo menciona y glosa al referirse a lo que desde hace poco más de un siglo consideramos el medio y la materia de la arquitectura: el espacio. Woods dice que Schopenhauer clasificaba a la arquitectura como la más baja de las artes “porque trabajaba primordialmente con la materia y estaba esclavizada a la gravedad,” mientras que a la música la colocaba como la más alta de las artes: insustancial, pura, sin otro interés ni utilidad que ella misma. Schopenhauer dice que al considerar la arquitectura “simplemente como un arte bello, haciendo caso omiso de su determinación a fines útiles” —lo que sin duda, en su visión aun romántica y derivada de Kant, hacía de la arquitectura no sólo un arte bajo sino bajo por impuro—, no se le puede adjudicar otro propósito que “hacer claramente intuibles algunas de esas ideas que son los niveles más bajos de objetivación de la voluntad, a saber: gravedad, cohesión, solidez, dureza.” Para Schopenhauer un menhir no dice mucho más que esto pesa y esto que pesa ha sido erguido:
La lucha entre gravedad y solidez es propiamente el único material estético del bello arte arquitectónico: en hacer  perfectamente patente esa lucha de muy diversos modos es en lo que consiste su tarea. La resuelve privando a esas indestructibles fuerzas del camino más corto hacia su satisfacción y haciéndolas dar un rodeo hacia él. 

Sin la arquitectura, dice Schopenhauer, la materia estaría “abandonada a su inclinación originaria” y “la masa total del edificio presentaría un mero amasijo tan firmemente acoplado como le fuera posible al suelo, hacia el cual la gravedad le empuja sin cesar.” La es lo que se inserta en la materia para evitar que sea una masa sin forma sometida por la gravedad. La arquitectura es aire, o nada. “Casi nada y sin embargo no nada: un algo, aunque sólo un tejido de espacios vacíos y paredes inútiles,” dice Peter Sloterdijk de la espuma. Aunque también podríamos decir que así como la música, en el extremo superior de la clasificación de las artes para Schopenhauer, introduce el silencio entre los sonidos para darles forma al desplegarlos en el tiempo, la arquitectura introduce el vacío en la materia para desplegarla en el espacio.


Para Woods la idea de Schopenhauer sobre la música habría cambiado si hubiese vivido después de Einstein. Habría dicho que la música es el arte más sublime “porque nos da la percepción de las emergías que no viajan simplemente por el espacio sino que constituyen su mismo tejido y fábrica.” Cerrando el círculo, podríamos pensar que música y arquitectura, al trabajar con sonido y materia y con silencio y vacío, organizan variaciones de la materia —que hoy decimos que también es energía— a través de ese complejo que es el espacio-tiempo. O quizás, que las dos no son otra cosa que aire: aire vibrando para la música, aire atrapado entre la materia organizada para resistir su propio peso y la gravedad, para resistirse a sí misma. Abusando de las metáforas, podríamos decir que lo bajo y lo alto de la arquitectura sería asunto de una vibración de la materia: la piedra y el aire de la catedral resisten y vibran a tan baja frecuencia que casi no se oyen, la madera y el aire del oboe vibran y cantan. Valery se equivocó, pues, la arquitectura nunca canta.

20.9.16

en función de la forma


Me interesaba Hans Scharoun, que hizo la Filarmónica de Berlín pero también vivienda realmente sorprendente en Siemensstadt. Fui Alemania a conocerlo. Si hubiera tenido un mentor en arquitectura —nunca lo tuve ya que llegué a la arquitectura de manera indirecta, por los búnkers— hubiera sido Scharoun.
Eso lo dijo en alguna entrevista Paul Virilio. Hans Bernhard Henry Scharoun nació en Berlín el 20 de septiembre de 1893, pero vivió su infancia y juventud en la ciudad portuaria de Bremerhaven. En su libro sobre Scharoun, Spring y Kirschenmann dicen que su vocación de arquitecto maduró pronto, “para disgusto de su padre, que consideraba la arquitectura como una profesión para morirse de hambre.” Empezó a estudiar arquitectura en 1912 en Berlín. Fue parte de la Cadena de Cristal y en 1919 ganó un concurso con un proyecto que resultó elogiado por Adolf Behne.

La cercanía entre el búnker y la arquitectura de Scharoun no es extraña: pese a sus formas orgánicas —o precisamente por eso—, hay quien ha dicho que el “funcionalismo” de la arquitectura de Scharoun resulta tal vez más estrecho que estricto. David Lewis dice que Mies le recomendaba a Hugo Häring, amigo de Scharoun sobre quien ejerció gran influencia, hacer espacios más amplios, “así podrás usarlos como quieras.” Lewis cita un ensayo de Häring en el que escribió:

Debemos descubrir las cosas y dejar que desplieguen sus propias formas. Va contra la veta imponer formas, determinarlas desde fuera, forzarlas de acuerdo con leyes abstractas. Nos equivocamos tanto al usarlas como demostraciones históricas como al hacerlas expresar sensaciones individuales. Y también nos equivocamos al reducirlas a formas geométricas o cristalinas básicas pues ejercemos una fuerza sobre ellas (como hace Le Corbusier). Las figuras geométricas básicas no son formas naturales, son abstractas y derivadas de leyes intelectuales. El tipo de unidad que construimos sobre la base de figuras geométricas es para muchas cosas simplemente una unidad de forma y no una unidad vital, y deseamos unidad con la vida y en la vida.

Lewis dice que mientras Mies entendía la función de manera diacrónica —es decir, como algo que podía cambiar a lo largo del tiempo—, Häring, como Scharoun también, la entendían sincrónicamente, como algo fijo y estable a lo que debía ajustarse la forma del edificio de manera casi milimétrica. Peter Blundell Jones, uno de los más reconocidos especialistas en Scharoun y Häring, dice que para éste “el arquitecto tenía un papel más bien de intérprete que de creador, dejando que el edificio se convirtiera en lo que necesitaba ser sin someterlo a sus propias nociones de gusto y belleza. La filosofía de Häring —agrega— era anti-estética y atacaba a los arquitectos del Estilo Internacional, especialmente a Le Corbusier, por imponer camisas de fuerza geométricas por mera armonía estética en detrimento de la «esencia» del edificio y de su carácter natural.” En cambio, el mismo Adolf Behne terminaría criticando esa concepción fija de la función.

Un texto de Detlef Mertins titulado La misma diferencia, y que se publicó en el libro de Farshid Moussavi y Alejandro Zaera-Polo, replantea ese mismo debate acerca de la función y la forma que le corresponde. Dice que Demitri Porphyrios describía al Crown Hall de Mies van der Rohe “como una arquitectura de control y disciplina total” y que la denominaba como homotópica, pues “exigía que cualquier cosa o persona se adecuara al esquema de racionalidad universal, a la geometría que organizaba el edificio como un todo unificado.” Contra Mies, Porphyrios proponía a Alvar Aalto y su “sensibilidad ordenadora heterotópica.” Mertins le da la vuelta al argumento, del mismo modo que Behne o el mismo Mies lo habían hecho con el funcionalismo orgánico de Häring o Scharoun. Mertins dice que “lo verdaderamente universal del espacio universal de Mies no es, al fin y al cabo, la trama, que es simplemente uno de los múltiples recursos de ordenación” sino “el vacío emparedado entre dos planos horizontales ininterrumpidos en donde todo o nada puede ocurrir.” Su relativa vacuidad —agrega Mertis— “transforma la jaula de hierro de la racionalidad industrial en un instrumento que permite configuraciones sociales emergentes y acontecimientos no previstos.”


A fin de cuentas, tal vez no haya manera de construir arquitectura sin que algo tenga de dispositivo de control. La pregunta quizás sea si se prefiere la amplitud de la jaula anónima o la singularidad de la camisa de fuerza bien ceñida; la jaula con vistas o el búnker opaco que sólo se abre selectivamente. O, quizás, mas que de preferencias se trate de saber de cuál es más fácil intentar escapar.

19.9.16

ciudad y temblor


Jueves 19 de septiembre de 1985, 7:19 de la mañana. Tembló. Aquí no les llamábamos terremotos, menos sismos —eso sólo en los noticieros o en los periódicos. Aunque en el de aquél día, Lourdes Guerrero dijo temblor: “Les doy la hora: siete de la mañana… ¡ah chihuahuas! Siete de la mañana, diecinueve minutos, cuarenta y dos segundos tiempo del Centro de México. Sigue temblando un poquito pero vamos a tomarlo con una gran tranquilidad.” Pocos segundos después desapareció la señal. En México temblaba. Mucho, fuerte, pero temblaba. Tembló el día que entró Madero a la ciudad de México, 7 de junio de 1911. Tembló el 28 de julio de 1957 y El Ángel terminó a los pies de su columna, Victoria rota a la que de nada sirvieron sus alas. Pasadas las cinco de la mañana tembló el 14 de marzo de 1979 y se cayó la Ibero, que estaba en la Campestre Churubusco. De ese temblor también podemos decir que tuvo efectos devastadores para la ciudad: en 1982 la Ibero empezó a construir su nueva sede en terrenos que el Gobierno del Distrito Federal le donó arriba del pueblo de Santa Fe y empezó lo que podríamos calificar como uno de los peores ejemplos de mala planeación urbana en esta ciudad, que los colecciona.

Pero el 85 fue diferente. El temblor se transformó, de pronto, en terremoto. Los muertos, heridos y afectados, los edificios dañados, no se contaban por decenas, como en los peores casos anteriores, sino por miles. Y eso según cifras oficiales en las que nunca nadie terminó de creer. Porque junto con la destrucción y la muerte ese temblor también sacudió al sistema político mexicano. El sistema no se cayó ese día, venía tambaléandose desde antes, con las protestas y la represión en el 68 y luego en el 71, con las crisis económicas que desde los setenta son como la montaña rusa: hay ligeras subidas pero sabemos que el viaje sólo sigue de bajada. “Estamos preparados” declaró el Presidente y mintió. Estábamos tan acostumbrados a las mentiras de los políticos como a los temblores. Pero ese día fue distinto. Había muertos, desaparecidos, edificios hechos pedazos entre nubes de polvo. Y la gente salió a la calle. Primero a hacer lo que cada uno pudiera, pero era poco. Así que se organizaron, formaron grupos y brigadas de ayuda. Los ciudadanos se hicieron masivamente cargo de las tareas de rescate. Tomaron la ciudad en sus manos. Algunas fotografías muestran a civiles con la cara cubierta por pañuelos, para no tragarse el polvo, trabajando entre los escombros, mientras las fuerzas del orden vigilaban como estatuas de sal en espera de una orden para hacer algo más. Una orden que tardaba mucho en llegar. Después del rescate vinieron también protestas y nuevas formas de organización social. Reclamaban que la reconstrucción fuera rápida y bien planeada y que no se expulsara a los afectados de los lugares donde antes estaban sus casas. El temblor sacudió también la manera de relacionarnos con quienes nos gobiernan. Se puede suponer que algo tuvo que ver el 85 con la otra caída del sistema: el dudoso triunfo de Salinas de Gortari en las elecciones del 88. Y después en el triunfo de Cárdenas, su contendiente, la primera vez que los ciudadanos de la ciudad de México pudieron votar quién los gobernaría.

Treinta años después más que preguntarnos qué tanto cambió el 85 debemos preguntarnos cuánto duró ese cambio. Como agua que se enturbia tras una sacudida, al final todo se asienta. La transición a la democracia del 2000 parece que no fue ni tan trascendente ni tan democrática como pensábamos. El viejo sistema es como un trompo que perdió su eje pero sigue girando, con torpeza, pero quién sabe por cuánto más. A la ciudad de México la gobierna desde el 97 una izquierda que luego se volvió ambidiestra y hoy manca —aunque el muñón derecho golpea más fuerte. Y la ciudad fue poco a poco perdiéndose, como en el cuento de Cortazar, La casa tomada, porque no le dimos importancia a los espacios que fuimos cediendo hasta quedarnos afuera. Para el siguiente temblor, confiaremos en que la alerta sísmica nos advertirá oportunamente y en que las nuevas reglas de construcción cumplieron protegiéndonos. Y volveremos a decir que aquí, cuando tiembla, no pasa nada.

18.9.16

del dispositivo al compuesto


La arquitectura es el arte de componer y de ejecutar todos los edificios públicos y privados. Esa es la primera línea de los Noveau Preces des Leçons d’Architecture, impartidos en la Escuela Imperial Politécnica por Jean Nicolas Louis Durand. El libro, publicado a principios del siglo XIX, estaba pensado para ser usado sólo por los alumnos de la escuela, entrenados no para ser arquitectos sino ingenieros. Durand continúa:
De todas las artes, la arquitectura es aquella cuyas producciones son más dispendiosas; cuesta mucho levantar los edificios privados más sencillos y cuesta mucho más erigir los edificios públicos, incluso cuando unos y otros han sido concebidos con la mayor sabiduría; y si en su composición no se han seguido otras reglas que el prejuicio, el capricho o la rutina, los gastos en los que se incurre resultan incalculables.
El ejemplo que usa Durand es Versalles: con sus innumerables habitaciones sin entrada, sus miles de columnas sin una columnata, su enorme extensión pero su falta de grandeza, su riqueza sin magnificencia. Con todo, dirá después, este arte tan costoso es al mismo tiempo el más usado y el más común: en todo lugar y en toda época se construye. La arquitectura es también, dice, el arte que procura las ventajas más inmediatas, las más grandes y numerosas. Sigue otra queja: teniendo entonces la arquitectura un interés tan grande y general, habría de ser un arte conocido por todos; pero no es así. Entonces, dice Durand, sería bueno que “al menos aquellos que deben ejercerla tengan un conocimiento perfecto.” Las lecciones de arquitectura de Durand no eran para arquitectos. Claramente lo dice también en la introducción: “los arquitectos no son los únicos que construyen edificios; los ingenieros de todo tipo, los oficiales de artillería y otros están frecuentemente obligados a hacerlo; podríamos incluso decir que en el presente los ingenieros tienen más ocasiones de ejecutar grandes proyectos que los arquitectos propiamente dichos.”

Durand nació el 18 de diciembre de 1760 en París. Su padre era zapatero. Trabajó como dibujante para Pierre Panseron y luego para Étienne Louis Boullée, quien lo apoyó para entrar en la Academia de Arquitectura, donde ganó el segundo lugar del Premio de Roma en dos ocasiones, 1779 y 1780. En 1795 Gaspard Monge, uno de los fundadores de la Escuela Politécnica e inventor de la geometría descriptiva, lo contrató como profesor de dibujo en el Politécnico y un par de años después fue nombrado profesor de arquitectura, puesto que ocupó casi hasta su muerte, en 1834. Figura central de la arquitectura moderna, Antoine Picon dice que mientras para algunos Durand es un innovador del diseño, para otros su trabajo marca un momento en que la arquitectura sale perdiendo. Alberto Pérez Gómez ha escrito que con Durand y sus discípulos, “la geometría funcionalidad perdió su capacidad para expresar valores trascendentales y fue empleada como mero instrumento técnico.” Pérez Gómez agrega que “la obsesión con una economía conceptual, que se nos presentará como una de las características más claras de la teoría de Durand, está íntimamente relacionada con la transformación que hizo de la tecnología un verdadero modelo de vida, y se halla por consiguiente en el origen de todas las formas de racionalismo la arquitectura de los siglos XIX y XX.”

Economía: “la arquitectura consiste en ordenaciónordinatione— que en griego se dice taxis, y en disposición dispositione— que los griegos llaman diathesis, y de proporcióneurythmia— y simetría y decoro y distribución, que en griego se llama oeconomia.” Eso, al menos, decía Vitrubio. Ordenación y disposición, los griegos sí llamaban a la primera taxis —de donde taxonomía— pero a la segunda la llamaban más bien oeconomía —que Vitrubio incluirá más adelante como distribución. Por la fecha en que se haya escrito, no sabemos si Vitrubio pudo leer el tratado De lo sublime, escrito en griego y atribuido a Longino, donde se lee: la experiencia en la invención y en el orden y disposición de los hechos no se nos hacen evidentes a partir de uno o dos pasajes, antes apenas si se traslucen de la textura entera del discurso. En el texto griego se lee taxis y oikonomia. En su libro ¿Qué cosa es un dispositivo?, explica que si bien en griego oikonomia “significa la administración del oikos (la casa) y, más, generalmente, la administración,” tras su paso por la teología cristiana, la palabra oikonomia terminó vistiéndose al latín como dispositio. Taxonomía y economía pasarían a ser así orden y disposición. ¿Qué pasa con la arquitectura cuando Durand cambia el orden y la disposición —olvidándose de la proporción, la simetría, el decoro y la distribución— por la composición y la ejecución? Y sobre todo, ¿que pasa con ese cambio de prefijos? Quizá, en la no tan simple definición de Durand, haya que va de la dis-positio a la com-positio, o, dicho de otro modo, del dispositivo al compuesto, de lo que distribuye a lo que comunica y de lo distinto a lo común.

17.9.16

con los pies sobre la tierra


Hace algunos millones de años algún dios, la mismísima evolución o simplemente el azar, le susurró al odio a nuestro más antiguo antepasado: levántate y anda. El mono o simio obedeció y se puso a caminar erguido, lo que le permitió a Georges Bataille escribir en 1929 un texto que tituló Le gris orteil, dedicado, como el título indica, al dedo gordo del pie, el más humano de los apéndices con que contamos pues, según explica Bataille, su conformación y posición nos permite cumplir con la consigna de levantarnos y andar en dos patas generando, dice, esa erección de la que los hombres estamos tan orgullosos. Si Bataille asegura que el dedo gordo del pie es la más humana de nuestras partes, no es porque desprecie ni la lengua ni la mano, ni el ojo ni el cerebro, sino porque asume que éstos se desarrollaron gracias a ala posibilidad que les ofreció aquél al permitirnos levantarnos. De pie en dos patas, el mundo se abre en horizonte, la cara se vuelve expresiva y la voz articulada; las patas delanteras se transforman en manos, nuestro primer aditamento tecnológico. Además, la verticalidad, dice Bataille, nos otorga también una particularidad digestiva con implicaciones filosóficas. Los animales comen y descomen casi paralelos al plano del suelo, sin distinguirse ni diferenciarse del mundo material que los alimenta. Los humanos, de pie, giramos nuestro eje digestivo, generando un proceso que más allá de la analogía se repite en toda su producción material e intelectual. Para comer, primero elevamos la comida del suelo y la sublimamos antes de ingerirla —toda la gastronomía no es más que la continuación de esa elevación primordial de la materia nutritiva. Llegado el momento, extraída la energía necesaria de los alimentos, devolverá la materia al bajo mundo de la tierra. Como la gastronomía, la espiritualidad no es más que efecto del proceso digestivo de los bípedos. Bataille no elogia esa separación del mundo en el bajo y el alto, el material y el espiritual. Al contrario: critica esa distancia abierta entre el suelo y el techo, los pies y la cabeza.

El 17 de septiembre de 1936 nació en Copenhague Jan Gehl. Se graduó como arquitecto en la Real Academia de Bellas Artes danesa en 1960. En una nota en The Guardian, Ellie Violet Bramley escribió que, justo a punto de poner en práctica los conocimientos para diseñar buenas ciudades modernas que había aprendido en la escuela, Gehl conoció a su futura esposa, la sicóloga Ingrid Mundt, quien le enseñó a ver a la gente en vez de a los ladrillos y a preguntarse cómo la arquitectura influía en sus maneras de vivir. Gehl cambió su perspectiva. Comenzó a criticar la arquitectura y el diseño urbano que resultan atractivos desde las alturas, bellas composiciones abstractas, pero casi inhabitables a nivel del suelo. No se diseñaba, dice, para el homo sapiens. Ni para el homo erectus y menos para el homo ambulans, habría que agregar. Siguiendo a Bataille, la cabeza se olvidaba del suelo, los ojos de los pies.

En 1980 Gehl publicó La vida entre los edificios: usando el espacio público. Ahí dividía las actividades en el espacio abierto en tres tipos: necesarias, opcionales y sociales, y decía que cuando los espacios abiertos son de mala calidad, sólo ocurren las necesarias. Si a lo que dice Gehl le sumamos las ideas de Hannah Arendt, para quien lo público sólo aparece cuando existe interacción social, habría que pensar que esos espacios abiertos donde sólo se dan actividades necesarias e incluso algunas opcionales no son, sin las actividades sociales, propiamente espacios públicos. En A Metropolis for People, documento que preparó en el 2009 y que la ciudad de Copenhague adoptó como su visión y objetivo para el 2015, Gehl insistió en esa parte de la actividad social, distinguiéndola de su más vívida simulación: “la vida urbana no es sólo los cafés y los turistas; la vida urbana es lo que pasa cuando la gente camina y está en el espacio público; es lo que pasa en las plazas, las calles y los parques, los terrenos de juego o pedaleando por la ciudad.” Mientras, en su libro Ciudades para la gente, Gehl dedica un capítulo a la ciudad a altura de los ojos. Ahí dice que “la cantidad de peatones depende de cuán grandes sean los estímulos para serlo” y llega a afirmar que contar “con un óptimo nivel urbano a la altura de los ojos debería ser considerado un derecho humano fundamental para cualquier parte de una ciudad donde las personas circulen.” Por supuesto Gehl entiende que el lugar del peatón es el suelo sobre el que camina: ve la ciudad a la altura de los ojos porque se yergue sobre sus pies. No flotamos ni volamos: caminamos. Contra los pasos a desnivel usa una analogía clarísima: “si el teléfono suena en una habitación contigua, sólo tenemos que levantarnos y atenderlo. Ahora, si suena en un piso en el que no estamos, pedimos a otro que lo atienda. Subir y bajar las escaleras requiere otra clase de movimientos, mayor fuerza, y el ritmo peatonal debe pasar a ser un ritmo ascencional.” Y ya sin analogías advierte que “se deben encontrar soluciones que permitan que los ciclistas y los peatones se muevan siempre a la altura d ela calle, para así poder cruzar las esquinas con dignidad.” Gehl agrega que “el mundo está lleno tanto de pasos peatonales bajo nivel como de puentes abandonados: pertenecen a otro tiempo y a otra filosofía.”


Esas visiones urbanas, despegada del suelo, no sólo son de otro tiempo y de otra filosofía sino de otra especie: aquellos que como el Rey de la Luna han perdido la cabeza y piensan sin poner los pies sobre la tierra. 

16.9.16

monumentos


El 16 de septiembre de 1910 Don Porfirio inauguró El Ángel. Mauricio Tenorio Trillo dice que “en 1910 varios ideales de la ciudad se empalmaron en un espacio y un tiempo limitados.” Primero, “el ideal de la modernización, entendido como el desarrollo armónico económico y científico, así como el progreso.” En segundo lugar, “la necesidad de consolidarnos en coro como nación y estado.” Tercero, “un ideal moderno inseparable de los otros dos: un estilo cosmopolita.” Y cuarto, “el ideal supremo y tema central de la ciudad del centenario: la paz.” No sólo en la ciudad de México en los años cercanos al centenario de la Independencia, el gobierno de Díaz inició la construcción de edificios públicos —como el Palacio de Justicia, que nunca se terminó y cuyo vestíbulo fue transformado por Carlos Obregón Santacilia en el Monumento a la Revolución, o el Teatro Nacional, que inició Boari, igual que Correos, pero terminó Mariscal treinta años después o el Palacio de Comunicaciones, de Silvio Conti o la prisión de Lecumberri, el Hospital de la Castañeda y más. Comparados con estas edificaciones, los monumentos fueron pocos: sólo dos, la Columna de la Independencia y el Hemiciclo a Juárez. Tenorio Trillo dice que se pensó un tercero, diseñado también por Boari: un arco triunfal dedicado a los logros de Díaz, pero que éste, “a diferencia de otros dictadores del siglo XIX o del XX, pequeños o grandes, nunca permitió un monumento a su persona en el país.”

La Columna de la Independencia con todo y su Victoria alada en la cima o, para abreviar, El Ángel, fue diseño de Antonio Rivas Mercado, quien tras ganar el contrato de la obra, dice Tenorio Trillo, fue enviado a París e Italia a estudiar monumentos similares. “No hay nada particularmente mexicano en este monumento ni tenía por qué haberlo: el republicanismo y el nacionalismo eran valores universales.” Con el tiempo, El Ángel se ha vuelto el centro de cierta euforia nacionalista —el deseado e imprevisto triunfo en un partido de futbol—, de mítines y protestas o de celebraciones de carácter más personal como una boda o unos quinceaños.

Cien años después, el 16 de septiembre del 2010 no hubo monumento que inaugurar. El Señor Presidente en turno soñó un arco —el arco que Porfirio rechazó vendría, cien años después, a sellar el destino cosmopolita de la capital mexicana. Jose Manuel Villalpando, coordinador ejecutivo de los Festejos del Bicentenario en ese momento declaró: “creemos que es fundamental —el arco. La ciudad de México carecía de un arco: no hay un arco triunfal que represente quizás la unidad, quizás los valores más altos de la  humanidad y que en las grandes capitales del mundo existen.” También muchas grandes capitales del mundo son atravesadas por ríos que ésta no tiene, pero eso parecía una empresa menos probable que el arco. Se organizó un concurso por democrática invitación a 37 arquitectos quienes, en abrumadora mayoría, respondieron a la incuestionable lógica de que un cumpleaños se celebra clavando al menos una vela, larga, alta y erguida, al centro de un pastel. El jurado del concurso no seleccionó un arco sino un par de placas luminosas —lo que supuso algunas críticas basadas más en el diccionario que en otra idea. Por su lado, los arquitectos de la propuesta sucumbieron a un simbolismo tan decimonónico como la idea misma de un monumento: los dos siglos se transformaron en dos ciclos prehispánicos de 52 años y las placas tendrían una altura de 104 metros. El monumento se terminó dos años tarde y triplicando el costo previsto: a costos actualizados, la Estela de Luz —nombre mucho tanto menos poético como más pretencioso que El Ángel— costó lo que el Guggenheim de Bilbao (sin contenido, claro). Al final, también como El Ángel, la Estela fue adoptada como lugar para iniciar marchas, lo que ya empieza a borrar sus malos recuerdos.


En su libro El monumento liberal: diseño urbano y el proyecto moderno, Alexander d’Hooghe plantea una diferencia entre el urbanismo —entendido como la descripción de la ciudad tal como es— y el diseño urbano —la descripción de la ciudad como debería ser. El diseño urbano es, por tanto, siempre político. Para d’Hooghe, el monumento liberal es producido por el diseño urbano como un espacio de resistencia tanto a los impulsos de la mera urbanización —del crecimiento urbano regido por el mercado— como a la hegemonía de un grupo particular que imponga un simbolismo totalizador y, por tanto, totalitario. El monumento liberal introduce momentos o, más bien, espacios de claridad metropolitano dentro del tejido amorfo de la urbe post-capitalista —que ya es puro territorio— y permite, en tanto signo abstracto y vacío, que la pluralidad y la diversidad tengan lugar. El monumento liberal es “el espacio en el que los seres humanos se exponen unos a otros.” No habla con una voz única —la del soberano— ni con la voz de todos, que no existe, sino que permite que todas las voces puedan ser oídas. El monumento liberal no es el lugar del consenso sino, al contrario, ahí donde el disenso es no sólo posible sino deseable.