31.10.16

algunas luces de gray


El 31 de octubre de 1976, mientras Zaha Hadid celebraba su cumpleaños número 26, murió en París Eileen Gray. Pese a que hoy es conocida y reconocida como diseñadora y arquitecta, sobre todo por el affaire de la casa E.1027, construida entre 1926 y 1929 en Roquebrune, y que sufrió del vandalismo mural a manos y pinceles ni más ni menos que de un nudista Le Corbusier, en los años setenta Gray había caído casi en el olvido. En 1971 Joseph Rykwert escribió un texto en la revista Perspecta titulado Eileen Gray: Two Houses and an Interior, 1926-1933, con el que se inició la revisión de su trabajo. Rykwert iniciaba su texto diciendo que “para una obra arquitectónica dos casas, algunos interiores y varios proyectos sin ejecutar, podrían parecer excesivamente modestos,” pero que “en el caso particular de Eileen Gray, la modesta cantidad contrastaba claramente con la extraordinaria calidad: una calidad suficientemente alta para colocarla entre los maestros del movimiento moderno, sin importar lo condensado de sus logros.”

Hija de James McLaren Smith, pintor de profesión, y de Eveleen Pounden, nació en Irlanda como Katherine Eileen Moray Smith el 9 de agosto de 1878. En 1895 su madre heredó el título de Baronesa Gray, cambiando entonces el apellido de sus hijos. Rykwert dice que Gray estudió en la Slade School of Art de Londres poco antes de 1900 y que para 1907 se mudó a París, a un departamento en la rure Bonaparte que todavía ocupaba en los años 70. Aprendió la técnica del laqueado japonés y abrió un taller a la vuelta de su apartamento donde exhibía objetos y muebles que ella misma había diseñado y fabricado. En 1922 recibió sus primeros encargos para diseñar interiores. Para ese momento —agrega Rykwert— su trabajo había declinado naturalmente hacia el Art Déco, “pero incluso en sus primeras piezas se encuentra la modesta elegancia, la belleza formal y la precisa apreciación de la calidad del material —sea pobre o noble—, cercanas al espíritu del trabajo de Loos o incluso de Mies.” 

El primer proyecto del que habla Rykwert es, por supuesto, la E.1027. Una casa en la que Gray rechazó la idea de la planta abierta —que ella llamaba el estilo camping— a favor de un “razonado contenedor para un modo de vida cuidadosamente articulado.” La segunda casa que explica Rykwert, la villa Tempe à Païa, la construyó Gray entre 1931 y 1934 en Castellar, un pueblo en la Costa Azul. Gray la ocupó hasta 1939 y regresó en 1944. Finalmente la vendió en 1954 al pintor inglés Graham Sutherland —quien, en palabras de Rykwert, pertenecía a esa tradición del arte inglés anecdótica y caligráfica implacablemente opuesta a la arquitectura moderna o, de hecho, a cualquier arquitectura seria que no pudiera considerarse como una ruina. Rykwert afirma que la casa de Castellar era aun mejor que la de Roquebrune. Ahí Gray había empezado a usar persianas metálicas ajustables como brise-soleil. El interior que se suma a las dos casas fue un apartamento de una sola recámara de planta rectangular —en sección áurea, aclara Rykwert.

En 1972, Rykwert le dedicó otro texto al trabajo de Gray, ahora en la Architectural Review, en la que la calificaba, desde el título mismo, como pionera del diseño. Ahí Rykwert proporciona más datos curiosos de la biografía de Gray: que gustaba de volar en globo y estuvo entre las primeras personas en cruzar en avión el Canal de la Mancha y que a principios de los años veinte voló en el primer servicio de correo aéreo entre Nuevo México y Acapulco; que fue un artesano japonés que vivía en París, Sugawara, quien le enseñó la técnica de la laca; que durante la Primera Guerra se enroló en el ejército francés como conductora de ambulancia; que durante la Segunda Guerra fue detenida como extranjera enemiga y para 1945 quedaba poca evidencia de su trabajo como diseñadora y arquitecta; que detestaba la publicidad; que, además de a Le Corbusier, conoció a J.J.P.Oud, a Apollinaire, a Gropius y a Mallet-Stevens.

El hecho es que, tras la Segunda Guerra y hasta su muerte en 1976, la figura de Gray se volvió marginal y prácticamente desconocida hasta que Rykwert le dedicó estos textos. En un comentario a la monografía que Peter Adam le dedicó a Gray en 1987, Charlotte Benton —quien también le dedicó un libro a Gray— dice que, de creerle a Adam, la misma Gray se apartó de los reflectores y nunca buscó la fama: “no me gustaba presionar y tal vez esa sea la razón por la que no llegué a los lugares donde debía haber estado.” 

30.10.16

luz y ligereza


Amo encarecidamente la forma de las cosas, escribió Lebbeus Woods en la revista Perspecta en el 2006. Particularmente porque las formas hacen la luz visible y la luz es una sustancia sublime. Supongo que uno no imagina la arquitectura dibujada por Woods como luminosa. La sección de un edificio, o de lo que parece un edificio, revela decenas, cientos de espacios, en una multiplicación incontrolada de capas y niveles, que abren uno al otro pero prácticamente ninguno hacia afuera. Muchos de los dibujos y modelos de Woods parecen mostrarnos una serie de espacios cerrados que podrían ser celdas de castigo —si alguien pudiera llegar ahí— pero difícilmente unidades habitacionales. Si en algunas de sus secciones se alcanza a ver algún punto del dibujo por donde parece entrar luz, podemos suponer que, como en las cárceles de Piranesi, viene de un espacio más iluminado pero nunca de afuera. No hay afuera en esos dibujos —porque, citando a Le Corbusier, incluso el exterior es un interior. La luz que buscaba Woods es la luz de la inteligencia o, más bien, de lo inteligible: la luz, dijo, es una especie de mensajero de historias y misterios del tiempo y del espacio.

Lebbeus Woods nació el 31 de mayo de 1940 en Lansing, Michigan. Estudió arquitectura en la Universidad de Illinois e ingeniería en la de Purdue, sin recibirse en ninguna de las dos. Trabajó en la oficina de Eero Saarinen y abandonó, según Karsten Harries, la posibilidad de ser socio de ese despacho. Woods enseñó en varias escuelas, entre ellas en la Cooper Union, de Nueva York —ciudad en la que murió el 30 de octubre del 2012. En el 2007 escribió en su blog:

Argumentaría que cualquier arquitecto digno de ese nombre se dedica de alguna manera u otra a la posibilidad de construir. Es decir, la preocupación principal del arquitecto es el entorno construido, el dominio físico de nuestras experiencias que es tangible, material y construido. Sin embargo, también argumentaría que ese hecho no quiere decir que el trabajo de un arquitecto deba necesariamente realizarse en el entorno construido. La razón es obvia: no es él quien decide qué se construye y que no. Esa decisión la toman otros quienes controlan los recursos financieros y materiales necesarios para construir, quienes son propietarios de la tierra, o representan los sistemas de gobierno y legales dominantes. Los arquitectos no construyen, más bien hacen diseños que instruyen a los otros sobre qué y cómo construir, si así lo deciden.


En otro texto, de principios de los años 90, Woods afirmaba que, en tanto arquitecto, no estaba interesado sólo en hacer formas, sino también en el pensamiento. Los pensamientos y las ideas detrás de la obra son muy importantes. El texto en el que Karsten Harries comenta el trabajo de Woods se llama Fantastic Architecture: Lessons of Laputa and the Unbearable LIghtnes of Our Architecture. Harries parte de una evidencia: “«arqutiecta» significa maestra de obras —intencionalmente Harries emplea el femenino—. La arquitecta es alguien cuya maestria de su arte le permite ser la principal entre quienes construyen, supervisar el trabajo de los constructores. «Arquitectura» se refiere, en principio, al arte de construir y, en segundo lugar, a una estructura levantada de acuerdo con las reglas de ese arte. De manera figurada se refiere a cualquier cosa erigida sobre fundamentos firmes y bien construida.” Esa arquitectura que tiene forma y materia, y por lo tanto que pesa y responde o reacciona a la gravedad, nos coloca y nos da lugar en el mundo. Pero también es esa arquitectura que así como protege, encierra y como cuida, atrapa. Harries dice que, contra esa arquitectura, artistas y arquitectos modernos soñaron una arquitectura ligera, móvil, voladora: “en oposición a esa arquitectura como de prisión, propusieron la casa móvil. Hoy esa movilidad a cedido lugar a la movilidad asociada con el internet. Los sueños de libertad y los sueños del espacio abierto —agrega Harries— se corresponden.” Woods, según Harries, es parte de esa tradición. Su arquitectura dibujada —y construida : “en mis dibujos ya he construido,” decía— más que luz —light– buscaba ligereza —lightness. 

29.10.16

guévrékian


El 29 de octubre de 1970, en Antibes, la pequeña ciudad de la Costa Azul cuyo nombre, según una falsa etimología, indica su posición geográfica al otro lado de Niza, murió Gabriel Guévrékian. Había nacido en Estambul cuando todavía era Constantinopla, en 1892 —aunque algunas fuentes dicen que en 1900. De familia Armenia, Guévrékian creció en Teherán. En 1910 se mudó a Viena para estudiar arquitectura en la Academia de Bellas Artes, de la que se recibió en 1919. Hasta 1922 vivió en aquella ciudad, trabajando en el taller de Josef Hoffman. Luego se mudó a Paris, donde en 1925 diseñó el Jardín del agua y de la luz en la Exposición de Artes Decorativas —“el primer jardín que superó la tradición y encontró una expresión precisa de la nueva estética,” según Richard Wesley. También trabajó con Henri Sauvage y luego con Robert Mallet-Stevens, para quien diseñó el jardín de la Villa Noailles, de planta triangular y abiertamente declarado cubista, buscando la simultaneidad perceptiva mas que la variedad Botánica. Hubert Damisch dice que “por su arquitectura y por su estricta economía vegetal —pero no por su cerramiento o clausura— parecía contradecir la idea clásica del jardín tanto como aquella de paisaje, y pudo haber tenido algon papel —dificultades financieras aparte— en la progresiva perdida del gusto del vizconde por esta morada improbable, a la que concedió tanta atención.”

George Dodds, por su parte, dice que los jardines de Guévrékian fueron considerados por mucho tiempo como periféricos en la historia de la arquitectura del paisaje: para algunos, eran demasiado decorativos y la mayoría los veía como demasiado burgueses. Según Dodds, el mismo Guévrékian terminaría concediéndoles poca importancia. Paradójicamente, esos jardines, hoy desaparecidos, son por los que se le recuerda. Dodds supone que la distancia que tomó Guévrékian respecto a sus primeros trabajos tiene que ver con que él mismo rechazaría su condición decorativa. Dice que Jean Claude Nicolas Forestier, paisajista francés a cargo del proyecto de los jardines y exteriores en la Exposición de Artes Decorativas del 25, llamó a Guévrékian buscando “un jardín moderno con elementos de decorado persa.”  Incluso los dibujos de Guévrékian tenían ese estilo de antigua pintura persa. En su proyecto para la Villa Lejeune, en Saint Tropez, de 1919, la casa, corbusianamente elevada en pilotes y dibujada en vista axonométrica, como era lo usual en muchos arquitectos modernos de los años veinte, contrasta con el paisaje de árboles frutales, caminos y prados sin duda paradisiacos.

Guévrékian fue el secretario general de la primera reunión del Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, en el Castillo de la Sarraz en 1928. En sus primeros reportes escribió: “los 43 arquitectos unidos han limitado el objetivo del Congreso al eliminar las cuestiones de pura estética. Las cuestiones de gusto no entran en la discusión.” Dodds cita otro párrafo escrito por Guévrékian en el que dice que “la decoración que concierne al embellecimiento de los objetos utilitarios es antitética a la obra de arte. A mi juicio, querer decorar objetos utilitarios es una idea menor. La arquitectura moderna está marcada por la nueva organización del plano y es lógica y necesaria en respuesta a las distintas condiciones de vida.”


Guévrékian regresó a Teherán en 1933, donde fue nombrado el arquitecto a cargo de la ciudad y construyó varios edificios de gobierno en un estilo más académico. En 1937 dejó de nuevo Persia y tras unos años en Inglaterra volvió a Francia, pero entre 1940 y 1944 no trabajó como arquitecto para no colaborar con los gobierno de ocupación nazi ni con el de Vichy —a diferencia de Le Corbusier. En 1948 emigró a los Estados Unidos donde tuvo una posición como profesor en la Universidad de Illinois hasta 1969, cuando se retiró a vivir de nuevo en Francia. Para Dodds, los jardines que proyectó Guévrékian en los años 20 del siglo pasado, plantearon una alternativa a la ideología del espacio abierto que proponía la arquitectura de vanguardia de aquél momento —la extensión verde pero sin atributos que corre como una hoja en blanco bajo los edificios suspendidos del Plan Voisin, por ejemplo— y que aun no ha encontrado su lugar en la historia del paisaje moderno.

28.10.16

diagrama


No escuchamos lo que dicen los pintores, escribió Gilles Deleuze en su libro La lógica de la sensación, escrito a partir del trabajo de Francis Bacon. Nacido en Dublín el 28 de octubre de 1909, Bacon llegó a vivir a Londres en 1926, para luego viajar por Berlín y París antes de establecerse de nuevo en Londres en 1929, donde empezó a trabajar como diseñador de interiores. Para mediados de los años 40, su pintura ya había llegado a ser lo que Michel Leiris define como figuraciones: “es evidente que tales figuraciones, lejos de ser reflejos del mundo ambiental como los que nos ofrece la fotografía, proceden del uso libérrimo de los medios artesanales de la pintura.” Leiris agrega que el objetivo esencial de Bacon “no es tanto ejecutar un cuadro digno de ser contemplado después cuanto hacer que se afirmen ciertas realidades sobre la tela, utilizada como teatro de operaciones.” ¿Qué operaciones se dan en las telas de Bacon?

No escuchamos bien lo que dicen los pintores —dijo Deleuze. “Dicen que la pintura ya está en la tela. Que ahí encuentran todos los datos figurativos y todas las probabilidades que ocupan, que preocupan a la tela.” El problema para Bacon, según lo que sugiere Leiris y explica Deleuze, es precisamente la relación con la figura: de un lado la figuración o lo figural —como le llama Deleuze siguiendo a Lyotard—, y del otro lo figurativo. Lo figurativo reproduce, desde afuera, una forma dada, la figuración produce, desde dentro, la propia forma. Según Deleuze, pintores como Bacon, no pintan, por ejemplo, cuerpos, sino las fuerzas que los afectan. El torso torcido que pinta Miguel Ángel no es una forma sino la respuesta o la reacción de una forma, el cuerpo, a una fuerza. Los pintores no transforman, dice Deleuze: deforman: “la deformación como concepto pictórico es la deformación de la forma en tanto que una fuerza se ejerce so abre ella.” Las fuerzas, aclara Deleuze, son invisibles y es la deformación de la forma —la tensión y los pliegues en la carne— lo que las hace visibles. ¿Cómo se llega a presentar, que no re-presentar, eso?

No escuchamos a los pintores, afirma Deleuze, que “hablan de un trabajo de preparación de la tela que pertenece plenamente a la pintura y que, sin embargo, antecede al acto de pintar.” Para Bacon ese trabajo consistía en “hacer marcas al azar, borronear, tallar ciertas zonas.” Y para Bacon, las manchas y marcas sobre la tela no eran ya una pintura abstracta sino el germen de una figura: en algún momento podrían empezar a hacer referencia a una fotografía de los cientos que, entre libros viejos, recortes de periódicos o retratos de amigos y conocidos, llenaban el suelo y los muros de su estudio. Esas marcas, dice Deleuze, hacían aparecer ciertos datos que ya estaban sobre la tela de manera mas o menos virtual, o más o menos actual. Pintar, el acto de pintar es de hecho pasar de lo virtual a lo actual: hacer visibles las fuerzas que le dan forma a las formas. A esa colección de “marcas y trazos irracionales, involuntarios, accidentales, libres, al azar” y, sobre todo, “no representativos, no ilustrativos y no narrativos,” es a lo que Deleuze llama, a partir de Bacon, el diagrama. ¿Entonces, cuál es la función del diagrama? Deleuze responde: “deshacer la representación para hacer surgir la presencia.” O dicho de otra manera: “deshacer la semejanza para hacer surgir la imagen, pero lo que surge, lo que sale aquí del diagrama es la imagen sin semejanza.” En otras palabras, el diagrama opera en a tela para hacer que lo pintado no parezca algo sino que sea algo. ¿Y en la arquitectura?


No escuchamos lo que dicen los arquitectos, podríamos decir parafraseando a Deleuze. Dicen que la arquitectura ya está en el sitio, que ahí encuentran todos los datos formales y todas las probabilidades que ocupan, que preocupan al sitio. Hay, por supuesto, un trabajo de preparación que pertenece plenamente a la arquitectura y, sin embargo, antecede al acto de proyectar. El trabajo del diagrama es, en arquitectura como en pintura, deshacer la representación para hacer surgir la presencia. Dicho de otra manera, el diagrama opera en el sitio para hacer que lo diseñado no parezca algo sino que sea algo.

27.10.16

unidad habitacional de montevideo


En 1959 Justino Serralta y Carlos Clémont mont ganaron el concurso para el proyecto del Hogar Estudiantil Universitario, en Montevideo. Jorge Nudelman dice que ese fue el proyecto “donde se volcaron los esfuerzos más notables, donde se gastó más energía, papel y tinta,” de todos los del estudio. Aunque uruguayos los dos, Serralta y Clémont se conocieron en París, para mayor precisión en el número 35 de la rue de Sèvres, el estudio —largo y no muy ancho— que desde septiembre de 1924 hasta agosto de 1965 ocupó Le Corbusier. Justino Serralta nació el 30 de agosto de 1919 en Melo, Uruguay. Serralta trabajó con Le Corbusier por tres años, entre 1948 y 1951, cuando regresó a Uruguay. donde realizó distintos proyectos, además de trabajar como subdirector del Instituto de Urbanismo. En 1973, tras el golpee de estado, Serralta regresó a Francia. De Clémont se sabe menos. Nudelman dice que estaba como becario con Le Corubsier en 1950. De regreso a Uruguay fue, además de socio de Serralta, profesor universitario hasta su muerte, a causa de un accidente automovilístico, en 1971, a los 49 años de edad. En el estudio de Le Corbusier, ambos trabajaron en el proyecto de la Unidad Habitacional de Marsella, lo que puede verse en algunos de sus proyectos, como el concurso del Hogar Estudiantil que ganaron en 1959. Serralta, por su parte, fue fundamental en el desarrollo del Modulor corbusiano, que luego el retomó, transformándolo, en su propio sistema de medidas y proporciones: el unitor.

Nudelman explica que en la primera fase del concurso, Serralta y Clémont propusieron doscientos sesenta y cuatro dormitorios de una planta organizados en una barra de once niveles orientada en su sentido largo de norte a sur. Pero “para la segunda fase, se adaptó un sistema más lecorbusierano, generándose unidades verticales de tres pisos, con las salas de estar y pequeñas cocinas en la planta central, desde la que se podía ascender o descender a seis celdas por nivel, logrando el mismo total de doce para cada unidad.” En vez de once niveles propusieron quince y resultaron doscientos cuarenta dormitorios. La construcción del edificio se inició en 1965 y se interrumpió, sin terminarlo, en 1970. En los años 80 se intervino para albergar la Facultad de Ciencias, mientras que el gimnasio, cuyo techo de concreto plegado fue calculado por Eladio Dieste, se mantiene desocupado.


En el 2009 Leonardo Noguez entrevistó a Serralta. Éste contó cómo logró entrar a trabajar con Le Corbusier gracias a una recomendación del pintor de origen ruso Nicolás de Staël; cómo empezó ayudando en diseño de la instalación sanitaria de Marsella antes de que Le Corbusier le encargara la terraza, lo que le llevó un año de trabajo; cómo cuando Le Corbusier le pidió que lo acompañara por primera vez a la obra en Marsella se encontró con que éste tenía un famoso invitado: Picasso, quien lo quería hacer cantar un tango; cómo entre Clément y él organizaron un asado uruguayo en París en el que Le Corbusier estuvo hasta bien entrada la noche —hay una fotografía de Le Corbusier, guitarra en mano, al lado del asador junto a los uruguayos—; o cómo Le Corbusier se divirtió cuando le envió dibujos en los que seguía explorando las posibilidades del Modulor pero dibujando una silueta femenina en vez de la masculina que aquél acostumbraba. Antes de terminar la entrevista diciendo que se la pasa pensando en Uruguay, Serralta dice: “la sociedad es una arquitectura en construcción.” Jamás volvió a Uruguay. Murió el 27 de octubre del 2011 en Jullouville.

26.10.16

integridad

Los arquitectos con integridad no creen en el ascenso social, en ser pretensiosos o moralizadores o en que la respetabilidad sean esenciales para su trabajo.Han aceptado la condición de cambio y de incertidumbre.Trabajan con lo fragmentario más bien que con lo completo.Están interesados en los procesos más que en la finalidad.Aceptan la imperfección humana en vez que el idealismo.Tienen fe en las ideas emergentes más que en las preconcebidas.Sus edificios expresan el crecimiento como una acumulación o concreción de las formas.A veces son menos racionales, menos regulados, menos formales, menos modulares.Favorecen las artes formativas, no las bellas artes.Son inmunes a los valores establecidos en el arte, aunque les preocupa realmente la sociedad que guían.Trabajan por el significado, no por la belleza en sí.Creen en el hombre trabajando en relación a la naturaleza.

Este manifiesto, que es más bien un credo, lo firmó John McLane Johansen, uno de los miembros de los Harvard Five, que además de a sus compañeros Landis Gores, Eliot Noyes y Philip Johnson, incluía al profesor de los cuatro, Marcel Breuer. Johansen nació en Nueva York el 29 de junio de 1916. Su padre —John Christen Johansen, nacido en Copenhague— y su madre —Myrtyle Jean MacLane, nacida en Chicago— fueron pintores reconocidos. Johansen estudió en Harvard donde, además de Breuer, Gropius y Albers fueron sus maestros. Tras graduarse en 1939 entró a trabajar a Skidmore, Owens y Merrill y también colaboró en el diseño del edificio de las Naciones Unidas. Desde 1948 empezó a trabajar por su cuenta en New Canaan, Connecticut, donde también se encontraban el resto de los Harvard Five.

La arquitectura de Johansen inicia con un modernismo clásico —como la Casa al revés, con las recámaras en planta baja y la sala con un gran ventanal a la altura de las copas de los árboles, en el primer piso— que poco a poco evoluciona a soluciones estructurales y formales más complejas: la Casa Laberinto, con muros de esquinas redondeadas que no se tocan y tampoco se perforan con ventanas, o la Casa de postes de teléfono, construida con 104 postes de madera para la estructura. En 1964 diseñó la embajada de los Estados Unidos en Irlanda, un edificio de planta circular construido con un mismo elemento estructural de concreto precolado —hechos en Holanda— que se repite formando los marcos de las ventanas; y en 1970 diseñó el Teatro Mummers, en Oklahoma City, que en su momento fue calificado como una mezcla del brutalismo y la teoría de sistemas, pero que pese al reconocimiento de la crítica no fue bien recibido por la comunidad. La compañía de teatro para la que se construyó lo abandonó al año siguiente y, tras pasar por varias manos, cerró a finales de los años 90, para finalmente ser demolido en el 2014.

En 1955, Johansen diseñó la Spray House: “imaginé la experiencia de vivir en una flor, envuelta en sus propios pétalos delicados que la protegen, permitiendo vistas hacia el mundo exterior. Se supone que habría que habitara descalzo. Los pisos, los muros y los techos serían, de manera poco convencional, continuos.” Tras interesarse en el trabajo de Marshal McLuhan, al retirarse Johansen se dedicó a pensar las posibilidades de una arquitectura diseñada a nivel molecular, la nanoarquitectura: estructuras con una resistencia muy superior a la del concreto o la del acero, construidas a partir de la bioingeniería y la nanotecnología. Richard Rogers —que reconoció su influencia en el diseño del Centro Pompidou—, escribió que su arquitectura “demostró una rara consistencia, trascendiendo la experimentación en los lenguajes formales: de experimentos tempranos en el neoclasicismo o en al biomorfismo, hasta las olas de modernismo convencional, organicismo y geometríaas deformadas. Sus edificios están igualmente informados por los principios que organizan la biotecnología y el electromagnetismo como por los requerimientos funcionales convencionales, confirmando que el diseño es una ciencia indeterminada: un proceso tanto teórico como estético.”


Johansen murió el 26 de octubre del 2012. Sus especulaciones arquitectónicas podrán parecer tal vez demasiado cercanas a la ciencia ficción, pero su idea de la integridad del arquitecto, como la expresa en su credo, plantea la posibilidad de entender esa cualidad del arquitecto más allá de la visión heroica que la asume como un asunto personal —piénsese en Howard Roark, de El Manantial— para entenderla como un compromiso ético con el cambio, la naturaleza y el otro.

25.10.16

el gran planificador

El 10 de diciembre de 1980 un terremoto destruyó la ciudad de México. Un mes después del terremoto se desencadenó, en toda forma, una erupción del Popocatépetl. grandes corrientes de lava bajaron por sus faldas, y casi al mismo tiempo el Iztaccíhuatl explotó también.
Eso al menos cuenta Diego Cañedo en un breve relato titulado El Gran Planificador, publicado en 1971. Diego Cañedo fue un notable autor de ciencia ficción mexicano del siglo XX. En su libro Biografías del futuro, la ciencia ficción mexicana y sus autores, Gabriel Trujillo Muñoz dice que publicó su primer relato en 1943 siendo ya un hombre maduro. Se tituló El referí cuenta nueve y según cuenta Trujillo, fue elogiada por Alfonso Reyes. Narra desde el futuro —la acción sucede en 1961— las consecuencias de que México se hubiera aliado a la Alemania nazi en la Segunda Guerra. Su segunda novela fue Palamás, Echesete y yo (O el lago asfaltado), un viaje en el tiempo por la ciudad de México que el autor aprovecha para describir algunos errores y horrores de su desarrollo. Acaso por ese resultado fallido que supone es la ciudad de México, Cañedo la castiga destruyéndola en su último relato. Pero Diego Cañedo no destruyó la ciudad por mero placer o encono, conocía bien su historia, sus virtudes y sus defectos: en su otra vida era arquitecto.

Diego Cañedo era el seudónimo de Guillermo Zárraga, nacido el 25 de octubre de 1892 en la ciudad de México y hermano del pintor Ángel Zárraga. Fue uno de los arquitectos con mayor influencia en las generaciones que estudiaban arquitectura en las primeras décadas del siglo 20. Juan O'Gorman, por ejemplo, lo menciona en sus memorias como un hombre “muy inteligente, extraordinariamente culto y buen arquitecto” y quien por primera vez en la escuela le enseño “que la arquitectura no era simplemente una serie de copias de lo que se había hecho en el pasado,” afirmando que “por ser un arte vivo, requería la creación de formas nuevas, funcionales, que correspondieran a nuestra época, tanto por lo que se refiere a las necesidades materiales de albergue como por los nuevos sistemas de construcción.” Fue Zárraga, precisamente, quien, como director de obras públicas del Departamento del Distrito Federal a principios de los años 30, otorgó a la Secretaría de Educación un millón de pesos para la construcción de 24 escuelas públicas, mismas que proyectaría su destacado alumno O'Gorman. En 1928, junto con Vicente Mendiola, proyectó el edificio de Policía y Bomberos, donde hoy, tras la intervención de Teodoro González de León, se encuentra el museo de artes populares.

En El Gran Planificador, el narrador describe el crecimiento de la ciudad de México como natural y medianamente ordenado hasta mediados de los años cincuenta, y dice que si entonces “hubiera llegado al frente de ella un hombre inteligente y con espíritu crítico se habrían podido mantener todos estos acontecimientos dentro de cauces normales. Pero los dirigentes fueron siempre hombres cuya única mira era ejercer el poder.” Sucedió, dice, lo contrario. Sin ponerle nombre al regente Urruchurtu lo describe: 
En la época de los cincuentas la regencia de la ciudad tuvo al frente a un hombre que desconocía la trascendencia de estos fenómenos cancerosos. Además, era autoritario y desgraciadamente muy trabajador. Su espíritu lo hacía sentirse cacique y reyezuelo de una gran comunidad, y su propósito fue siempre el de dominar un gran número de vasallos.

El regente “anunció que pondría un coto al sin número de fraccionamientos que surgían día con día, y el remedio fue infantil.” La ciudad creció sin control ni planeación fuera del cerco dentro del cual el regente ejercía su ilimitado poder. Conocemos las consecuencias. Tras la destrucción de la ciudad de México por los sismos y las erupciones del volcán, Michelena, el personaje de Cañedo, se refugia, como muchos otros habitantes de la ciudad, en San Juan de los Lagos. Ahí se encuentra a su amigo, el arquitecto Muñiz, quien le dice:

¿Recuerda usted cómo comentamos las lacras pestilentes de nuestra querida ciudad de México? ¿Recuerda usted cómo criticábamos al regente que recibió la ciudad con tres millones de habitantes y la entregó con siete u ocho? ¿Recuerda usted que se iniciaron los secuestros de gente adinerada y que cada día fueron más frecuentes? ¿Recuerda usted que siempre hablábamos de que se necesitaba un programa y un plan para evitar una catástrofe? Pues bien —terminaba el arquitecto— ¿sabe usted el nombre actual del Popocatépetl?: el Gran Planificador.

24.10.16

un cuarto propio


¿Por qué no sabemos nada de la hermana de Shakespeare? Sabemos poco. Sabemos que antes de que él naciera sus padres tuvieron dos hijas: Joan y Margaret, y que ninguna vivió más de un año. Luego le siguieron otra Joan, que vivió 77 años —la que más de todos los hermanos Shakespeare— y Anne, que vivió hasta los 7. También sabemos que tuvo tres hermanos: Gilbert, Richard y Edmund. Pero a Virginia Woolf no le interesaban esos datos, ni Anne ni Margaret ni las dos Joan. Ella se pregunta por una ficticia Judith.

En octubre de 1928, Virginia Woolf dictó un par de conferencias en Cambridge acerca de las mujeres y la literatura de ficción que, al año siguiente, el 24 de octubre de 1829, se publicaron con el título Un cuarto propio. Woolf nos pide imaginar “qué habría sucedido si Shakespeare hubiera tenido una hermana, maravillosamente dotada, llamada Judith.” Por la posición social de la madre de Shakespeare, sabemos, dice Woolf, que él pudo ir al colegio, aprender latín, gramática y lógica. Era un joven audaz e imaginativo al que le gustaba el teatro. El resto de esa historia, la conocemos. ¿Y Judith? Woolf la supone “tan audaz, tan imaginativa, tan impaciente de ver el mundo” como su hermano. “Pero no la mandaron a la escuela. No tuvo oportunidad de aprender gramática y lógica. Hojeaba de vez en cuando un libro, uno de su hermano quizá, y leía unas cuantas páginas. Pero entonces, venían los padres y le decían que fuera a zurcir las medias o atendiera el guiso y no malgastara su tiempo con libros y papeles.” Woolf termina la historia de Judith contando que sus padres la casan con quien ellos deciden y haciendo que se suicide poco después. Por eso no sabemos casi nada de Judith —ni de Joan, para evitar el argumento que de Judith no sabemos nada porque es imaginaria. Woolf confirma así la sentencia de un supuesto obispo que ella misma cita: una mujer no puede escribir una obra como las de Shakespeare. Eso es inconcebible, dice Woolf, “porque el genio de Shakespeare no nace de gente de trabajo, inadecuada y servil. No nació en Inglaterra entre los sajones y los británicos; no nace hoy entre la clase obrera.”


Woolf había dicho casi al inicio de su conferencia que sólo tenía una opinión respecto a un punto menor en relación a las mujeres y la literatura de ficción: “una mujer debe tener dinero y un cuarto propio si va a escribir ficción; y eso deja el problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la ficción sin resolver.” Es imposible escribir ficción si antes no se ha construido al personaje principal del texto: el autor. Y para construir a un autor hace falta lo que tuvo Shakespeare: los medios para educarse, para salir al mundo y vivir aventuras, pero también el espacio a donde retirarse a reflexionar y escribir: el cuarto propio. El espacio en el que uno puede ser uno mismo. El título del ensayo de Woolf en inglés es en ese sentido más preciso: A room of one’s own, que sí, es un cuarto propio pero de uno, subrayando la singularidad, la individualidad de quien lo habita. Yo soy yo porque mi perrito me reconoce, dijo Gertrude Stein también en alguna conferencia en la que habló de la creatividad, argumentando que, al crear, uno se lanza fuera de sí y deja de ser eso que uno ya sabe que es, eso a lo que el perro mueve la cola cuando entramos a nuestra propia casa. Pero sin casa, sin cuarto, sin el interior que se equipara con la intimidad, mi lugar, ¿podría yo dejar de ser yo mismo y lanzarme en la aventura de la creación? Virginia Woolf supone que no, que sin un espacio propio no se puede producir la primera obra de ficción: uno mismo. 

23.10.16

la superficie decorada


El edificio de la Escuela de Arte y Arquitectura de Yale, terminado en 1963, lleva hoy el nombre del arquitecto que lo diseñó: Paul Rudolph. Nacido en Elton, Kentucky, el 23 de octubre de 1918, Rudolph estudió arquitectura en la Universidad de Auburn y luego en Harvard, donde fue alumno de Walter Gropius. Tras terminar la carrera se mudó a Sarasota, Florida, donde abrió su oficina. Timothy Rohan dice que el edificio que diseñó en Yale fue considerado, desde su inauguración, “una de las estructuras más controvertidas del periodo de posguerra.” Su fachada de concreto martillando, dice Rohan, “marcaba el alejamiento en su arquitectura del uso de fachadas planas, abstractas y monocromáticas, en la tradición del modernismo europeo de los años 20 y 30 del siglo pasado y del Estilo Internacional en los Estados Unidos.” Rohan explica que el complejo efecto que se lograba “primero vaciando el concreto en cimbras corrugadas y luego rompiendo laboriosamente los elementos salientes para exponer los agregados a los efectos de la intemperie,” derivaba en parte de la peculiar manera de dibujar a lápiz de Rudolph y, también, de la intención de reintroducir el ornamento de una manera sublimada, casi secreta: la textura, sugiere Rohan haciendo interpretaciones que van del arte a la sexualidad no confesada de Rudolph, era un bajorrelieve que no se atreve a decir su nombre.

Buena parte de la historia de la arquitectura moderna nos enseñó, casi como dogma de fe, que las fachadas ya no podían contar historias ni presentarse como símbolos o simplemente servir de adorno al edificio que pertenecen. Y eso, en clara contraposición a una tradición que había enseñado que la fachada era tan importante, si no es que más, que cualquier otra forma de ver y entender a un edificio. Si Alberti y Le Corbusier, por ejemplo, estaban ambos preocupados por lograr las correctas proporciones en su trazo, el segundo no hubiera aceptado, probablemente, diseñar tan sólo una fachada, como lo hizo el primero en Santa Maria Novella. Sin embargo, el poder simbólico o expresivo —sea por su pura calidad tectónica o por su consistencia semiótica— de una fachada, fue tema recurrente de las otras arquitecturas de la modernidad, de la Torre Einstein de Mendelsohn a las fachadas de Venturi y Moore en Estados Unidos o Rossi y los Krier en Europa.

David Leatherbarrow y Mohsen Mostafavi, en su libro Surface Architecture, explican que “en la práctica arquitectónica contemporánea, producción y representación se encuentran en conflicto.” Y ese conflicto se lee directamente en la fachada o, más bien, en su ausencia, si no literal al menos conceptual: la fachada es concebida sólo como un efecto del interior y su programa, de la función pues, sin ninguna autonomía y que prácticamente nada representa. El problema se vuelve más complejo cuando, en los términos teorizados por Koolhaas en su Delirious New York, en principio por una cuestión de tamaño –bigness– se da una lobotomía –es el término usado por Koolhaas– entre el interior y la fachada como función de aquél. La fachada, que había perdido primero su función estructural y luego también su poder narrativo o simbólico, perderá a su vez su condición de mera señal que (de)muestra lo que pasa adentro. Las nuevas tecnologías  hicieron que ni siquiera fueran ya realmente necesarias —pese al gasto energético que eso suponía— para controlar el ambiente y clima de un edificio.

Fueron también las nuevas tecnologías, de concepción y dibujo asistido por ordenador y luego la capacidad de producir directamente lo que se visualizaba en la computadora, las que provocaron un nuevo cambio. A fin de cuentas, si el ornamento era delito la única manera de reinscribirlo en la producción arquitectónica, primordialmente de la fachada, era transformar al ornamento en lo que según algunos —Semper, por ejemplo, ya en el siglo XIX— siempre fue: la expresión de procesos y lógicas estructurales o constructivos. Sin duda hay una componente de moralismo puritano, pero también una buena dosis de ética estética —o de estética de la ética— al pensar que el ornamento que resulta de la propia materialidad de lo construido es superior y radicalmente diferente al que simplemente se aplica sobre una superficie: pensar por ejemplo que es mejor un vestido cuyo ornamento resulta de la propia textura del tejido —Issey Miyake— que de la aplicación de un estampado –por ejemplo, Versace.

Diseñar una fachada parece, por definición, algo superficial. En los años cincuenta, cuando la arquitectura moderna mexicana se esforzaba por ser ambas cosas a la vez —moderna y mexicana—, se cubrió de colores, de figuras y mosaicos. La arquitectura se transformó en soporte —invisible— de imágenes. La arquitectura desapareció tras el ícono —era lo que pensaba Le Corbusier de los murales: afirmaba que en la Capilla Sixtina la arquitectura había desaparecido detrás de la pintura. A los arquitectos que trabajaron en la Ciudad Universitaria, donde la  llamada integración plástica se manifestó, primordialmente, en las superficies de las fachadas, Carlos Obregón Santacilia los llamó, con sorna, decoradores de exteriores. Pero, pensándolo bien, ¿no habría que rescatar la idea de decoración de su aparente banalidad y pensarla, de nuevo en los términos de la arquitectura clásica? El historiador italiano Giulio Carlo Argan argumentaba que la decoración tenía una clara función indicativa: dirigía la atención a los puntos del edificio a los que el ocupante debía prestar mayor atención —algo que, probablemente, no hacían los murales de Ciudad Universitaria, demasiado ocupados en contar sus propias historias.


Más allá de los murales, la gran mayoría de las fachadas actuales son composiciones más o menos autónomas. Tanto por las razones expuestas por Koolhaas como por ser, por un lado, la representación oficial del edificio vuelto mercancía —condición a la que hoy prácticamente ningún edificio de cierta importancia puede escapar— y, por otro, el espacio donde al arquitecto se le permite mayores libertades para alcanzar el mayor efecto, de nuevo, icónico y mercantil. Los muros rugosos de Rudolph, en los que la decoración es inseparable de la estructura sin que por tanto sea ni estructural, como pedía Semper, ni meramente aplicada, nos hacen pensar en otras posibilidades de la superficie decorada.

22.10.16

dibujo


En diciembre de 1954 Philip Johnson dio una plática informal en Harvard que luego se publicó con el título Las siete muletas de la arquitectura moderna. Johnson empieza con un comentario más que incorrecto a la luz de las ideas sobre el arte en la modernidad: el arte no tiene nada que ver con la búsqueda intelectual y a renglón seguido remata diciendo que no se puede aprender arquitectura. La puntilla, si hiciera falta, viene ya en la tercera frase del texto: no hay que hablar de arte, hay que hacerlo. Por supuesto muchos otros además de Johnson han insistido en que el discurso alrededor del arte no es el arte, lo cual no implica necesariamente que en vez de hablar de arte se deba hacer arte y callar —en arte, dijo Wittgenstein, lo más difícil es decir algo que sea tan bueno como quedarse callado. Pero he ahí, explica Johnson, que no hay otro modo de comunicarse que las palabras. Viene entonces la crítica a esas muletas, esas ideas recibidas y repetidas casi sin pensar, sobre la arquitectura: la historia, la utilidad, la comodidad, lo barato —Johnson usa la palabra cheapness y no habla de economía—, el servicio al cliente y la estructura son seis de las siete muletas. Falta una: la muleta del dibujo bonito: “una muleta maravillosa, dice, porque puedes tener la ilusión de crear arquitectura cuando sólo estás haciendo un dibujo bonito.” 

Es interesante pensar que Johnson relega al dibujo, en relación a la arquitectura, al mismo rincón al que había enviado a la palabra en relación al arte: así como la palabra no alcanza a tocar el núcleo significativo del arte —hagamos, no hablemos—, el dibujo, para Johnson, no es el centro operativo de la arquitectura. Ambos tienen una condición suplementaria. Pero habría que preguntarse, por supuesto, de qué tipo dibujo habla Johnson. En un texto titulado Dibujos en papel, John Berger dice que hay tres maneras distintas como funcionan los dibujos. Primero, hay dibujos que estudian y cuestionan lo visible, otros muestran y comunican ideas y, finalmente, hay aquellos que se hacen de memoria. Se puede pensar que esas tres maneras corresponden a tres temporalidades del dibujo: el que apunta lo que hay, el que delinea lo que puede ser y el que registra lo que fue. En otro texto Berger confirma esa triple condición al decir que “un dibujo es un documento autobiográfico que da cuenta del descubrimiento de un suceso, ya sea visto, recordado o imaginado,” y también escribe:
En algunos grandes dibujos, parece que todo existe en el espacio, la complejidad de todo vibra, pero aquello que estamos contemplando es sólo un proyecto trazado en papel. La realidad y el proyecto se hacen inseparables. Uno se encuentra a sí mismo en el umbral, justo antes de la creación del mundo. Estos dibujos, al utilizar el futuro, prevén para siempre.


Hablando de aquellos retos con los que la idea de la arquitectura se ha enfrentado desde que se pregona el fin de la modernidad, Peter Coook —que nació el 22 de octubre de 1936, estudió en la Architectural Association y fue uno de los miembros de Archigram: esa revista de dibujos que también era una serie de proyectos arquitectónicos— planteaba que había dos opciones: retirarse a la calma de lo conocido o “podemos hacer un dibujo.” A diferencia de Johnson, Cook —como Berger para el dibujo en general— no ve en el dibujo arquitectónico un peligroso suplemento, una muleta que ayuda pero también estorba al desarrollo de la arquitectura, que está, evidentemente, más allá del dibujo sobre el papel: el dibujo sobre el suelo al trazar la promesa de un edificio por venir o el apunte que quiere revelar la operación íntima de un edificio ya existente —de nuevo, el dibujo como descripción de la realidad, invención de otras posibilidades y registro de sus efectos— es algo, mucho más que una simple muleta de la arquitectura.

21.10.16

activismo


El sábado 21 de octubre de 1967 miles de personas marcharon en Washington. Era la primera gran marcha de protesta contra la guerra en Vietnam. Algunos contaron 50 mil, otros 70 y algunos afirman que fueron 100 mil. Salieron del Memorial a Lincoln. El Dr. Spock —Benjamin Spock, famoso pediatra que en los años cuarenta había escrito un exitoso libro sobre el cuidado de los niños— dijo sentirse traicionado por el presidente Lindon B. Johnson, a quien había apoyado durante su campaña. A las 3 de la tarde algunos ya se empezaban a retirar mientras otros siguieron la protesta hacia el Pentágono. Algunos pasaron ahí la noche y todo el domingo. La madrugada del lunes, las personas que se encontraban aun ahí fueron arrestadas. En total, durante las protestas de aquel fin de semana se arrestaron a 681 personas; cien fueron atendidos por diversas heridas. Entre los manifestantes estaba Jane Jacobs.

Jacobs, que en 1961 había publicado La vida y muerte de las grandes ciudades americanas, tenía ya un historial como activista. Ese mismo año, en una audiencia de la Comisión para la Planeación de la Ciudad, en Nueva York, fue retirada junto con otros participantes que tomaron la tribuna. En 1968 fue arrestada de nuevo y acusada de motín en segundo grado tras irrumpir en una junta en la que se discutía la construcción de la autopista de Lower Manhattan, uno de los proyectos de infraestructura vial de Robert Moses, su mayor adversario. Tras ese arresto, Jacobs y su familia se mudarán a Toronto, un cambio que también tenía el objetivo de proteger a sus dos hijos, en edad de hacer el servicio militar, de ser llamados a combatir en Vietnam.

Jacobs nació el 4 de mayo de 1916 en Scranton, Pensilvania, pero desde 1935 se mudó a Nueva York con su hermana. Estudió en Columbia durante dos años —geología, zoología, leyes, ciencias políticas y economía— y, tras escribir en varias revistas, empezó a colaborar en Architectural Forum a principios de los años cincuenta. En esos mismos años empezó su activismo para contener en Greenwich Village las transformaciones impulsadas por desarrolladores inmobiliarios y el crecimiento de la Universidad de Nueva York. También, por supuesto, contra los planes urbanos de Robert Moses. En 1962, Lewis Mumford escribió en su columna del New Yorker un artículo titulado Los remedios caseros de mamá Jacobs:

La críaica de la señora Jacobs la ha establecido como una persona a la que hay que tomar en cuenta. Aquí hay un nuevo tipo de “experto”, muy refrescante en relación a los círculos actuales de la planificación en los que las mentes, fascinadas con las computadoras, se limitan cuidadosamente a preguntar sólo el tipo de preguntas que las computadoras pueden responder e ignoran el contenido humano o los resultados humanos.

La visión casera y femenina de Jacobs presentaba la cara oculta del urbanismo. Por su parte David Harvey escribió:
Para finales de los años 60 una nueva crisis se había desarrollado; Moses, como Haussmann, cayó en desgracia y sus soluciones empezaron a verse como inapropiadas o inaceptables. Los tradicionalistas se agruparon en torno a Jane Jacobs y buscaron contener el brutal modernismo de los proyectos de Moses con una estética localizada en el barrio. Pero los suburbios ya se habían construido y el cambio radical en la forma de vida que implicaban tuvo muchas consecuencias sociales, llevando a las feministas, por ejemplo, a proclamar al suburbio como su territorio principal de batalla.
Jacobs vivió en Toronto desde 1968 hasta su muerte, a los 89 años, el 25 de abril del 2006. Herbert Muschamp, antiguo crítico de arquitectura del New York Times, calificó su libro, Vida y muerte de las grandes ciudades, como uno de los eventos “más traumáticos de la arquitectura del siglo XX.”

20.10.16

plataformas y mesetas


¿En cuálntos arquitectos modernos se puede leer de mejor manera la influencia de la arquitectura mesoamericana prehispánica? La pregunta tal vez no debe responderse simplemente apuntando con el dedo a la obra de un autor sino desentrañando sus influencias y filiaciones. Sin duda hay varios; no muchos, pero algunos seguramente. Además, habría que acotar el adjetivo moderno. ¿Empezamos con Manuel Amábilis, quizá demasiado literal en el uso de la arquitectura maya, o nos quedamos con Alberto T. Arai y su más abstracta interpretación en los frontones de Ciudad Universitaria? ¿O intentamos más lejos en la geografía pero más cerca en el tiempo?

El 20 de octubre de 1973 se inauguró en Sydney, Australia, el teatro de la ópera cuya construcción había iniciado catorce años antes, el primero de marzo de 1959. El primero de febrero de 1956 se había lanzado la convocatoria del concurso internacional para la Ópera de Sydney, que se había empezado a planear un año antes. Para el 3 de diciembre del 56 se recibieron 233 entradas y en enero del año siguiente el jurado, conformado por Ingram Achworth, Cobden Parkes, Leslie Martin y Eero Saarinen, se reunió a deliberar. La leyenda dice que este último llego tarde y recuperó entre las propuestas desechadas la del danés Jørn Utzon, entonces de 38 años de edad. Utzon visitó Sydney por primera vez en julio del 57. En marzo del 58 volvió acompañado de Ove Arup, responsable en buena medida del desarrollo del proyecto, que siguió cambiando incluso después de iniciadas las obras. En 1966 Utzon renunció a continuar con el proyecto, tras cambios políticos, problemas al rebasarse el presupuesto aprobado en un inicio y crecientes deudas del gobierno con su oficina. El edificio se terminó en 1973 y la primera ejecución pública fue el 28 de septiembre de ese año, aunque la inauguración oficial, con la presencia de la reina Isabel II, fue el 20 de octubre. Fue hasta 1999 que Utzon fue contratado de nuevo como consultor para el diseño de cualquier modificación en la Ópera de Sydney, cuyos interiores no se habían realizado según su proyecto.

En 1949, tras viajar por los Estados Unidos, donde conoció a Frank Lloyd Wright y a Charles y Ray Eames, Utzon viajó por México. En 1962 la revista milanesa Zodiac publicó un texto en el que Utzon reflexionaba sobre aquella visita, Plataformas y mesetas.

La plataforma como elemento arquitectónico es un elemento fascinante. Me enamoré de ese elemento por primera vez en México, en un viaje de estudios en 1949, donde encontré muchas variaciones, en tamaño y en ideas, de la plataforma, y donde muchas de ellas se encuentran solas sin nada más que la naturaleza que las rodea.


Utzon explica dos casos —ambos en la península de Yucatán: Uxmal y Chichen-Itzá— en los que la fronda densa e inaccesible de la selva que cubre la planicie se transformaba de cubierta en suelo mediante el artilugio arquitectónico de la plataforma: “al introducir la plataforma con su  nivel a la misma altura que la copa de los árboles, este pueblo había obtenido repentinamente una nueva dimensión de la vida,” escribió. El techo de la selva se convertía así en una “amplia planicie abierta” y el cielo y las nubes en el nuevo techo. Utzon compara ese uso de la plataforma con otros casos en la India, China o Japón. También explica cómo la plataforma opera en su proyecto para la Ópera de Sydney: “la idea rectora fue hacer que la plataforma cortara al edificio como un cuchillo separando completamente las funciones primarias de las secundarias. En la parte superior de la plataforma, el espectador percibe la obra de arte terminada; en la parte inferior se la prepara.” Hay, pues, de los croquis de Utzon en su visita a México en 1949 a sus proyectos de los años posteriores, el descubrimiento y la transformación de una forma o, más bien, de una operación arquitectónica fundamental que tuvo algunas de sus mejores expresiones en la arquitectura mesoamericana.

19.10.16


Lewis Mumford abre su libro Sticks and Stones, A Study of American Architecture and CIvilization, publicado en 1924, con dos citas a manera de epígrafe: “La arquitectura, propiamente entendida, es la civilización misma,” de W.R.Lethaby, y “¿Qué es la civilización? Es la humanización del hombre en sociedad,” de Matthew Arnold. Mumford nació en Nueva York el 19 de octubre de 1895. Su primer libro, publicado en 1922, fue The Story of Utopias. Para Mumford las utopías eran nuestra manera de reaccionar al entorno y rehacerlo de nuevo de acuerdo a un patrón humano. Mumford concluye su texto, con cierto optimismo, eligiendo entre el ambiguo título de Tomás Moro: u-topía, lo que no tiene lugar, y eu-topía, el mejor lugar, apostando por el segundo y sumando a esa apuesta una crítica a la Megalópolis: “los habitantes de nuestras eutopías, dice, se habrán familiarizado con su entorno local y sus recursos, y contarán con un sentido de continuidad histórica, lo que aquellos que habitan en el mundo de papel de la Megalópolis y que sólo tocan su entorno mediante los periódicos y los libros, han perdido por completo.” Las eutopías tienen una base ecológica: implican una utilización más directa de los recursos locales de lo que le parece ventajoso al mundo metropolitano guiado tan sólo por el mercado. Sin embargo, Mumford no proponía el simple retorno a un mundo de pequeñas aldeas autosuficientes, cerradas sobre sí mismas: la ciencia y la tecnología permitirían que los ciudadanos de eutopia “no sean, digamos, cien por ciento franceses si Grecia, China, Inglaterra, Rusia o Escandinavia pueden ofrecer sustancia a su vida espiritual.”

En febrero de 1926, Mumford publicó en Harper’s un texto titulado La ciudad intolerable: ¿debe seguir creciendo?, en el que afirmaba que si bien ciudades como Nueva York, Chicago o Detroit eran de hecho lo mejor que la civilización moderna podía ofrecer, no eran lo mejor, simplemente, y de hecho no para todos. Mumford afirmaba que los censos revelaban que al menos un tercio de la población de las grandes ciudades no ganaban los ingresos suficientes para vivir en barrios modernos. “Entre más crecen las ciudades en «población y riqueza», dice Mumford, menos capaz es de ofrecer las cosas que hacen que la vida sea graciosa, interesante y divertida.” ¿Cuál podría ser la solución? Mumford analiza ese escape: el habitante del suburbio es simplemente un hereje que ha descubierto que el ambiente de la gran ciudad no es bueno y el suburbio es un intento de recapitular el ambiente que esas ciudades han barrido con su crecimiento ciego. Pero al crecer, el suburbio se vuelve más bien una pálida copia de la Metrópolis y de nuevo se vuelve necesario escapar a un mundo rural que ya no existe, por más que el suburbanita se aleje de la gran ciudad. “La alternativa, dice Mumford, no es «regresar a la granja» o «dejar las cosas andar». La alternativa real al crecimiento metropolitano sin límites es limitar ese crecimiento y la planeación y construcción deliberada de nuevas comunidades.”

En 1937, Mumford publicó en la revista Architectural Record un texto titulado ¿Qué es una ciudad? Empieza diciendo que “la mayor parte de la planeación de la ciudad y la vivienda ha tenido el defecto de que quienes la realizan no tienen una noción clara de las funciones sociales de la ciudad.” Para Mumford, esas funciones sociales se suman a los “medios físicos externos” de la ciudad. La ciudad, dice, es un nodo geográfico, una organización económica, un proceso institucional, un teatro de acciones sociales y un símbolo estético de la unidad colectiva. Es la intensificación de esa actividad lo que la caracteriza. Sola, la parte física de la ciudad no basta e incluso puede estorbar a dicha intensificación. 


El último capítulo de Sticks and Stones se llama Arquitectura y civilización. Ahí Mumford dice que “es una verdad evidente que el desarrollo arquitectónico está ligado al curso de nuestra civilización” y que hay que “es conveniente entender nuestra comunidad y nuestros constructores como criaturas de su medio.” Mumford veía una ciudad donde algunos edificios podrían resultar notables pero que en su conjunto no resultaba ni útil ni agradable y pensara que “una arquitectura que depende de resultados accidentales no es exactamente un triunfo de la imaginación y menos un triunfo de una tecnología exacta.” La arquitectura, agregó, “está llena de falsos inicios y promesas incumplidas justo porque el suelo no se ha trabajado lo suficiente con anticipación para recibir las nuevas semillas.” Si queremos una buena, “debemos empezar en el extremo opuesto de donde nuestras suntuosas revistas ilustradas de casas y arquitectura lo hacen: no con el edificio en sí, sino con el complejo entero del que el arquitecto, el constructor y el patrón surgen y en el que el edificio terminado se coloca.”

18.10.16

el mapa y el mar


Si hubiésemos podido acompañar al capitán Ahab hasta su cabina tras la tempestad que estalló una noche después de que la tripulación aceptara con aquel feroz entusiasmo su proyecto, lo habríamos visto dirigirse hasta el armario y sacar un gran rollo arrugado y amarillento, compuesto de cartas marinas, para desplegarlo a continuación en la mesa atornillada al suelo.

Así empieza el capítulo XLIV, La carta náutica, del libro que Herman Melville publicó en Londres el 18 de octubre de 1851 con el título The Whale y un mes después en Nueva York agregando el nombre con el que hoy todos lo conocemos: Moby-Dick. En 1939, a los 20 años, Melville entró a la  marina mercante y durante cinco años fue miembro de la tripulación en distintos barcos balleneros, además de haber leído diversos libros sobre ballenas y su pesca antes de escribir Moby Dick. Melville describe a Ahad, “con los mapas de los cuatro océanos frente de sí” y “tejiendo una red de corrientes y remolinos para asegurarse de poder cumplir su propósito monomaníaco.” Ahab dibujaba constantemente sobre esos mapas, “casi todas las noches los cogía y borraba algún que otro trazo hecho a lápiz para sustituirlo inmediatamente por uno diferente.” Suponía que el conocimiento preciso de las corrientes le daría información sobre los desplazamientos de los cardúmenes de peces y así descubrir los movimientos futuros de la presa que buscaba. Podemos imaginar los mapas del capitán Ahab de apariencia muy distinta al mapa en blanco del océano de Bellman, personaje de La caza del Snark, poema escrito por Lewis Carroll:

He had bought a large map representing the sea,Whitout the least vestige of land:And the crew were much pleased when they found it to beA map they could all understand.

Ahab guarda celosamente su mapa, que cada noche recompone con nueva información, mientras que Bellman comparte el suyo, absolutamente en blanco y que todos pueden entender. Ambos mapas, sin embargo, se parecen. En el capítulo Lo liso y lo estriado de Mil mesetas, Deleuze y Guattari usan el modelo marítimo como uno de los casos para explicar la diferencia entre esas dos condiciones: lo liso y lo estriado. En el primera, predomina la línea sobre el punto, los vectores sobre las posiciones: “es un espacio construido gracias a operaciones locales con cambios de dirección,” como las de las corrientes marinas o de los cardúmenes que las siguen. El mar, explican, “es el espacio liso por excelencia y, sin embargo, es el que más pronto se ha visto confrontado con las exigencias del estiaje cada vez más estricto.” En el mar, sobre todo en mar abierto, no hay referencia que valga a partir tan sólo de su pura superficie que es, a fin de cuentas, como la hoja en blanco del mapa de Bellman. Para navegarlo, al mar se le sobreponen o referencias externas: los meridianos y los paralelos, las longitudes y las latitudes, las estrellas y constelaciones, o bien referencias profundas, sutiles y acaso invisibles: vientos, ruidos, colores y los sonidos del mar, dicen Deleuze y Guattari.


El mapa en blanco de Bellman que cualquiera puede entender aunque alguno suponga que no sirve para nada y el mapa redibujado a diario de Ahab, quien sabe que ni “el atento estudio y la permanente vigilancia” que les dedica a sus cartas le permiten “fundamentar sus esperanzas” en ese único instrumento: “¿no resulta insensata la idea de que en un océano infinito un sencillo cazador pudiera reconocer e individualizar a una ballena solitaria?” El mar, para Melville —el marino escritor que describió un mapa interminable como inacabable era la caza de la gran ballena— y para Carroll —el matemático escritor que dibujó un mapa del mar tan blanco como una hoja borrada—, como para Deleuze y Guattari, es tan liso como el desierto —un laberinto liso, sin muros pero, por lo mismo, más difícil de desentrañar, según cuenta Borges—, donde “viajar es todo un devenir, difícil e incierto.”

17.10.16

futurama


El 18 de octubre de 1964 cerro la Feria Mundial de Nueva York y reabrió en abril de 1965 para cerrar definitivamente el 17 de octubre de ese mismo año. Veinticinco años antes, entre 1939 y 1940, en el mismo sitio, Flushig Meadows, se había presentado otra Feria Mundial. En aquella ocasión una de las atracciones principales había sido Futurama, la presentación de la ciudad del futuro, patrocinada por General Motors y, evidentemente, pensada para facilitar la circulación ininterrumpida de automóviles. Futurama fue propuesta por Norman Bel Geddes, diseñador industrial y de decorados teatrales y cinematográficos. Geddes acompañó la propuesta mostrada en la Feria Mundial del 39 con un libro titulado Magic Motorways. Ahí decía que el sistema de vialidades visualizado en Futurama, aunque había sido previsto para veinte años adelante —1960—, perfectamente podría ser construido en el plazo de una generación. Geddes escribió:
“El automóvil ha hecho ya muchas cosas buenas por la gente. Ha llevado al hombre más allá de los pequeños confines del mundo en el que solía habitar. Las comunidades distantes se han acercado. A lo largo de la historia escrita, el hombre ha realizado repetidos esfuerzos para llegar más lejos y comunicarse con otros de manera fácil y rápida, y estos esfuerzos han sido recompensados en el siglo XX. La libertad creciente de movimiento hace posible una vida magnífica, completa y rica, para la gente de nuestro tiempo. El flujo libre del movimiento de personas y bienes a lo largo de la nación es un requerimiento de la vida y la prosperidad modernas.”
Geddes no sólo planteaba construir más y lo que imaginaba serían mejores carreteras, sino que proponía que los coches fueran guiados de manera automática en calles con carriles separados; algo así como si las calles fueran vías y los autos, vagones individuales de un tren de longitud variable y potencialmente infinita. El problema de las intersecciones entre dos o más vías lo eliminaba de raíz acabando con todos los cruceros y proponía pasos a desnivel, hacia arriba o hacia abajo, cada vez que una calle se encontraba con otra perpendicular. El tema de los peatones no se trata prácticamente pues asumía que todos se movían en su propio auto: resolver la movilidad de éste era resolver la del ciudadano, siempre provisto de un automóvil. El objetivo declarado era la circulación ininterrumpida, el flujo continuo de personas y bienes.

En la Feria Mundial de 1964, General Motors presentó una segunda versión de Futurama. A diferencia de la primera, que planteaba una ciudad posible veinte años después, la segunda versión imaginaba el futuro en el año 2024. Si las propuestas de Geddes aunque, según él mismo declaró, posibles, resultaban improbables, las de la segunda versión parecían aun más aventuradas y utópicas, casi de película de ciencia ficción, centradas en distintos tipos de transporte para diferentes condiciones, incluyendo algunos subacuáticos y otros diseñados para paisajes aparentemente extraterrestres, aunque también se presentaba la maqueta de una ciudad donde enormes y anchas avenidas, algunas a nivel y otras subterráneas, conectaban edificios altos y de arriesgadas estructuras. En lo que era el suelo, había aun menos rastros de lo que podríamos llamar espacio público que en la primera versión. Algunas plazas y explanadas se abrían a los pies de los altos edificios, siempre atravesadas por autopistas elevadas y, probablemente también por otras subterráneas. No hay manera de imaginar la posibilidad de que alguien caminara de uno de esos edificios a otro, ni siquiera que tuviera el deseo o la necesidad de hacerlo. Más que una visión urbana se trataba, en ambos casos, de una promesa de infraestructura vial a la que se conectaban construcciones espectaculares y que recorrían pequeños vehículos autosuficientes. La versión pragmática de una plug-in city utilizada por moving citizens.


La segunda versión de Futurama fue diseñada por los ingenieros de Disney, pero la organización general de la Feria Mundial estuvo a cargo de Robert Moses. Al tiempo que Norman Bel Geddes escribía que “la libertad de movimiento, la apertura de lo que está congestionado, descartar lo obsoleto, todo lleva a una cosa: el intercambio —intercambio de personas, lugares, modos de vida y por tanto modos de pensar—,” e imaginaba una ciudad por venir, Mosses empezaba ya a realizar sus propuestas radicales para la ciudad de Nueva York. Una transformación que finalmente sería criticada por, al igual que las dos versiones de Futurama, haberse centrado en el automóvil como la pieza central de la ciudad.